Artículos

De la sacralidad de la naturaleza a la del hombre La transformación de la religiosidad durante la Edad Media

Federico Tavelli
Universidad Albert-Ludwig, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 60, núm. 142, 2023

revista_teologia@uca.edu.ar

Recepción: 15 Julio 2023

Aprobación: 25 Agosto 2023



DOI: https://doi.org/10.46553/teo.60.142.2023.p123-157

Resumen: Este artículo se concentra en el proceso de transformación de la religiosidad cristiana durante la Edad Media entre los siglos XI y XV. Muestra cómo la religiosidad, ancestralmente ligada al valor de la tierra y a los ciclos de la luz comienza a cambiar a medida que el hombre logra obtener otros medios de subsistencia centrados en la valoración de su propia capacidad humana. Los cambios demográficos, económicos, políticos y sociales desempeñan un rol central, y la religiosidad se mueve al mismo ritmo que estos factores. La autonomía respecto de los señores feudales, el auge de las ciudades libres, la producción artesanal y el comercio influyen notablemente en la comprensión y expresión religiosa que se centra en las capacidades humanas. El artículo intenta que el lector pueda comprender el movimiento y los principales componentes de este proceso a través de algunos ejemplos tomados de distintas áreas geográficas. La cultura medieval, y, por tanto, la religiosidad, continuarán su camino de transformación. Las necesidades y tensiones irresueltas del período que se expresan a través de la idea de reforma de la Iglesia nos sitúan en la antesala del surgimiento de las confesiones en el siglo XVI, donde éstas encuentran nuevos canales de expresión.

Palabras clave: Edad Media, Religiosidad, Cristianismo, Iglesia, Reforma, Ciclos agrícolas, Ciudad medieval.

Abstract: This article focuses on the process of transformation of Christian religiosity during the Middle Ages between the 11th and 15th centuries. It shows how religiosity, ancestrally linked to the value of the earth and the cycles of light, begins to change as mankind manages to obtain other means of subsistence centred on the valuation of his own human capacity. Demographic, economic, political and social changes play a central role, and religiosity moves in step with these factors. The autonomy from feudal lords, the rise of free cities, craft production and trade have a significant influence on religious understanding and expression that focuses on human capabilities and the value of freedom. The article attempts to enable the reader to understand the movement and the main components of this process through some examples taken from different geographical areas. Medieval culture, and thus religiosity, will continue its path of transformation. The unresolved needs and tensions of the period which are expressed through the idea of Church reform, place us in the prelude to the emergence of the confessions in the 16th century, where they find new channels of expression.

Keywords: Middle Ages, Religiosity, Christianism, Church, Reform, Agriculture Cycles, Medieval City.

Las valoraciones sobre Edad Media oscilan entre dos imágenes dominantes. Por un lado, no goza de prestigio debido a prejuicios, etiquetas y simplificaciones que podrían resumirse en la idea de que fue una época oscura en la que la religión aplastaba a la razón.[1] Por otro lado, y sobre todo a partir de los escritores románticos del siglo XIX, produjo una fascinación irresistible, con sus catedrales y castillos, sus historias de caballeros y doncellas, sus leyendas y con el colorido de sus festividades recreadas en novelas, óperas, producciones artísticas y arquitectónicas; un encanto que continúa inspirando todo tipo de contenidos de entretenimiento en la actualidad.

La Edad Media, más allá de estas valoraciones, representa un extenso período histórico de notable creatividad y pluralismo que configura a la civilización occidental en la mayor parte de sus elementos constitutivos actuales y ejerce una influencia mucho más allá de su propia frontera cronológica y territorial, cuyo alcance en el mundo contemporáneo todavía resulta difícil de dimensionar.

La adopción del cristianismo como religión por parte del Imperio Romano y de los pueblos europeos en la antigüedad tardía dio forma a la identidad cultural. Esta conquista no significó el final de innumerables tradiciones locales y regionales, sino su supervivencia a través de una forma modificada en una conciencia común mayor.

La Edad Media asumió los saberes de la antigüedad respecto del conocimiento del mundo ―los conceptos de orden cosmológico y ontológico― y los amalgamó con las tradiciones de los pueblos bárbaros resultando así en lo que podemos denominar una cosmovisión medieval o esa forma particular de comprender el mundo. En este proceso, no dejó de lado los componentes religiosos ancestrales e imaginarios culturales precristianos, aunque los transformó, adaptándolos, es decir, cristianizándolos. Sus formas de expresión serían uno de los ámbitos principales de su religiosidad.[2] El Medioevo se sintió heredero de un progreso del conocimiento antiguo ―uno de cuyos puntos más altos había sido la filosofía griega― al que el cristianismo aportó la conciencia de que era necesario seguir ensanchándolo gracias a su concepción de la armónica de la historia.[3] La denominación histórica de “Edad Media” es una convención a la que estamos acostumbrados para hacer referencia a este largo proceso de asimilación, desarrollo y expresión. Bajo este concepto de unidad, sin embargo, existieron variadas formas de concreción según las regiones geográficas.[4]

Para comprender las distintas facetas de la religiosidad medieval, es necesario, por un lado, captar los contextos esenciales materiales que marcan su comprensión y expresividad. A la vez, notar cómo los cambios permiten una transformación religiosa como medio de comprensión de la nueva realidad y de expresión de las nuevas necesidades.

La finalidad de estas páginas es, por tanto, indicar algunos factores principales de la transformación de la religiosidad medieval ―entendida como comprensión y expresión― en un extenso período de tiempo, entre los siglos X y XV, con el objetivo de poder entender un proceso antes que expresiones puntuales. Así podremos situarnos en la antesala del surgimiento de las confesiones en Europa en el siglo XVI, de gran influencia no sólo en el ámbito religioso sino en el político-social. Por esta razón no se pretende brindar en estas páginas una colección exhaustiva de las formas de devoción, sino que se ofrece un acceso ágil a un tema complejo, y, en general, relegado del interés historiográfico.

1. La religiosidad medieval como comprensión y expresión entre los siglos XI y XV

Cuando nos acercamos a la Edad Media, fácilmente reconocemos que la religiosidad es un elemento que integra su cultura. Pero no es únicamente una expresión cultural, sino principalmente una forma de comprensión de su mundo propio y circundante. El hombre y la mujer medieval consideraban su entorno exterior e interior en un sentido de unidad con lo divino. Lo natural y lo sobrenatural estaban unidos, y esto era expresado a través de diversas formas, conductas y costumbres.

El mundo trascendente representaba una realidad completamente inserta en su cotidianeidad independientemente de su nivel de creencia particular e impregnaba toda la sensibilidad de su Lebenswelt. Hoy damos por descontado que lo natural y sobrenatural son dos esferas separadas en la comprensión del propio mundo, y por eso sentimos la necesidad de decir que en la Edad Media eran una única dimensión de la vida, porque partimos de un presupuesto ajeno a ese tiempo. Por eso, este modo de comprensión de la realidad debe entenderse en la complejidad y singularidad de sus propios sistemas y no a través de marcos de comprensión ajenos -menos aún anacrónicos- para poder valorar en su justa manera los diferentes fenómenos vinculados a ella.

Esta religiosidad es parte esencial de la cultura medieval. Como tal se va transformando en la medida que diversos fenómenos sociales, demográficos, económicos y políticos tienen lugar. El pasaje del mundo rural al urbano, expresión del comienzo de la disolución feudal y de la valorización de las capacidades del hombre significaron un gran cambio: el centro de atención pasaba así de la naturaleza al hombre mismo.

1.1.La sacralidad ancestral de la naturaleza asumida por el cristianismo (siglos X-XI)

1.1.2. La tierra, la luz y el ciclo agrícola

La transición desde las religiones antiguas al cristianismo fue un largo camino que recorrió, por lo menos, toda la segunda parte del primer milenio y se adentró en la Alta Edad Media. En esta fase entraron en juego no sólo la cultura romana, sino también las numerosas influencias más allá del mediterráneo inmediato (Grecia, Bizancio, el Islam, el mundo judío, Egipto, etc.) y, sobre todo, las religiones de los pueblos bárbaros europeos alejados del Mare Nostrum. Debido a esta multiplicidad se produjeron variaciones notables de acuerdo con las regiones geográficas, manteniendo una primera gran diferenciación muy heterogénea entre aquellos pueblos más romanizados y los menos.[5]

Después del renacimiento carolingio ―y con todo lo que ello significó― el mundo cristiano medieval todavía estaba muy lejos de alcanzar su apogeo económico, cultural e intelectual. Es necesario comprender el valor de la tierra desde el punto de vista político, pero también a partir de la subsistencia humana. En el siglo XI vemos que la sociedad medieval presentaba debilidades estructurales en todas sus áreas. La tierra era todavía la base de la riqueza, del poder y de la posición social. La población era preponderantemente pobre y el sistema feudal hereditario no favorecía por sí mismo el acortamiento de la desigualdad social. Si bien los campesinos habían encontrado en este sistema una mejora de su condición original, los beneficios del dominio quedaban todavía casi en su totalidad en manos de la aristocracia, tanto laica como eclesiástica. El excedente de recursos era absorbido en su mayoría por estas capas sociales, ya sean los señores que hacían uso de ellos para sí mismos o bien. la Iglesia, p. e. los monjes para la construcción de iglesias. En general, se utilizaban en una serie de gastos, muchas veces improductivos, pero necesarios según la mentalidad de la época, para mantener el prestigio, un valor sociopolítico esencial en la Edad Media.

La subsistencia, tanto de quienes arrendaban la tierra a cambio de protección, como de aquellos que trabajaban directamente para el señor feudal en una condición más servil estaba inseparablemente ligada a la tierra. Por esta razón, la base de la subsistencia y también de la riqueza dependía de la extensión, calidad y posibilidad técnica de extraer los recursos de un determinado espacio cultivable disponible. Dado que durante esta época la capacidad de controlar el uso de la tierra impactaba directamente sobre la vida, adquiría un valor trascendente ligado a la existencia humana.

Si las cosechas eran buenas, podía asegurarse la alimentación y, por tanto, la subsistencia de la población de un determinado lugar, pero si no lo era, una hambruna significaba la mayor de las calamidades. Estos dos factores son de gran incidencia para entender las grandes carestías que se dieron durante el siglo XI, caracterizado por una economía de subsistencia.[6]

En el siglo IX, las expresiones de religiosidad se movieron en gran medida a la par de la capacidad del hombre de controlar el uso de la tierra. Este valor no era nuevo, sino que asumía un variado acervo religioso-cultural de los pueblos precristianos en su relación a la tierra y a la naturaleza en general. Los rituales o supersticiones correspondientes ―que difícilmente pueden distinguirse― tienen un origen muy lejano en la historia humana, de índole naturalista y vitalista que pervive en las religiones precristianas y aún en el cristianismo. La magia, la adivinación, la hechicería, la brujería, la predicción del futuro y sortilegios eran prácticas extendidas, inclusive entre los clérigos que la Iglesia institucional, a través de variadas legislaciones, intentó controlar dentro de ciertos límites.

Los rituales más importantes estaban ligados a la tierra y a los ciclos de luz, que originaron un calendario propio de festividades. La influencia de estos ciclos en la vida diaria de la sociedad rural ―preponderante durante este siglo― es difícil de comprender desde el mundo contemporáneo.

Las festividades relacionadas con el comienzo del año, desde antiguo y en muchos pueblos contado a partir del solsticio de invierno, es decir, hacia fines de diciembre en el hemisferio norte, estaban ligadas con el comienzo de los días de mayor luz, señalando así un nuevo inicio asociado a la finalización del tiempo viejo, la regeneración cósmica y la huida de la oscuridad. En este período tenían lugar las festividades de invierno más importantes de la antigua Roma, como las Saturnalia, Lupercalia y Matronalia, que a su vez se remontaban a rituales ancestrales en relación con la naturaleza, en particular, la luz. Desde antiguo la Iglesia asumió y cristianizó estas festividades no sólo en la Navidad, sino también en otras menores como la de San Nicolás de Bari y la de los Santos Inocentes, y más adelante en febrero las Lupercalia romana con la Candelaria, San Blas y Santa Águeda.[7]

En su origen, las costumbres del carnaval –dos meses después del solsticio– servían para marcar el fin del tiempo del invierno, o del tiempo viejo hacia el nuevo, y señalaban la tensión existente hacia la búsqueda de mayor luz iniciada ya en diciembre. Las máscaras, el ruido, las procesiones en los campos tenían la intención de ahuyentar los espíritus del invierno y asegurar que no producirían daños a las plantaciones que debían crecer en la primavera. Estos usos fueron asumidos por los romanos, en coincidencia con las Matronalia. El cristianismo hizo seguir a estas festividades la Cuaresma, un tiempo de espera hasta la llegada de la luz, como símbolo de Cristo. El inicio de la primavera se asoció a celebrar la resurrección de Jesús. E inclusive, esto puede verse en la liturgia del Viernes Santo en relación con el madero o árbol de la cruz, en rituales cristianos relacionados al fuego y al agua (san Juan Bautista y san Pedro) nucleados en torno a componentes esenciales de la expresión religiosa humana ancestral.

El solsticio de verano (21 de junio en el hemisferio norte) coincidía con la fiesta romana de purificación de los campos, Ambarvalia, con la intención de hacerlos fértiles. Ya en el mes de mayo se iniciaban los rituales asociados a la fecundidad vegetal, animal y humana asumidas por el cristianismo en las rogativas y bendiciones de los campos y animales.

Un elemento muy frecuente era la resignificación de la lectura del prólogo del Evangelio de San Juan con un sentido de efectos milagrosos, vinculado a las bendiciones de espacios abiertos o fiestas de carácter agrario en las que este texto resumía una unidad cosmológica. La costumbre estaba fuertemente asentada y es evidente, que esa tradición que echaba raíces tan profundas contribuía al clima popular de muchas de las fiestas litúrgicas cristianas.[8]

Si bien, hacia el final de la Edad Media irían perdiendo su contenido preponderantemente mágico-religioso conservarán un significado folklórico-religioso, por lo menos, aún durante toda la Edad Moderna e inclusive en las sociedades contemporáneas.

Las civilizaciones cristianizadas del hemisferio sur asumieron el calendario festivo del norte, aunque no respondiera a los propios ciclos de la naturaleza. De esta forma el fundamento de la luz como guía de las festividades pierde su sentido más original. En América Latina, los rituales locales indígenas asociados a los ciclos de la luz propios cedieron a los usos europeos. Los ciclos de la luz y la expresión religiosa comenzaron un camino de disociación.

1.1.3. Los lugares sagrados

Muchos sitios cristianos, en particular ligados a la devoción a la Virgen María, se asentaron donde el hombre había venerado, de forma más o menos explicita a las fuerzas de la naturaleza casi desde tiempos inmemoriales, en general, determinados por características geográfico-cósmicas. Las imágenes veneradas en esos santuarios conservaron su origen milagroso-legendario de referencia.

Muchos nombres de estos santuarios todavía manifiestan este vínculo con la tierra o lugar sagrado y se multiplican por todo el mapa europeo: Nuestra Señora de Valvanera (Logroño, España) cuyo nombre se cree que parece provenir de vallis venaria en referencia a un antiguo culto a Venus. O bien, Nuestra Señora de Fuensanta (Murcia, España) en relación con un milagroso manantial antiguo. Puede verse cómo en algunos casos, sobre todo durante el primer milenio, el culto ancestral fue sustituido por un culto cristiano en la figura de un santo. Es el caso referido en la Historia de san Gregorio de Tours, en donde se refiere que para cristianizar la costumbre de los campesinos de llevar ofrendas a las aguas del lago Helanus, el obispo Javols hizo construir una capilla en honor a san Hilario de Poitiers, que desde entonces recibió las ofrendas antes entregadas a las aguas.[9] La procesión anual y las ofrendas continuaron haciéndose con este nuevo significado y siguiendo la fuerza de la conducta humana ritual.

En otros casos se intentó eliminar los cultos, como, por ejemplo, en las islas británicas los árboles eran considerados espíritus sagrados, y muchos intentos de desforestación estaban vinculados a la pretensión de erradicar estos cultos considerados paganos por los misioneros cristianos. Muchos de esos lugares fueron asumidos por el cristianismo, (siglos IX y X) asociándolos a devociones a los santos o a fuentes sagradas.

Algunos concilios provinciales antiguos buscaron regular los banquetes funerarios o refrigerium, una costumbre muy antigua en toda la Iglesia, para darle a los alimentos que se ofrecían al difunto un sentido cristiano, por ejemplo, para ofrecerlos como oblación por su alma, o bien que los más necesitados pudieran aprovecharlos.[10]

Ligados a la importancia de la sacralidad de la tierra y la naturaleza, los centros religiosos y culturales más importantes durante esta época surgieron preferentemente en los entornos rurales, algunos sobre sitios ya considerados sagrados y otros nuevos. Los monasterios y abadías, siguiendo esta misma tendencia, son centros, no sólo de vida religiosa, sino del saber y la cultura. La abadía de Cluny, fundada a inicios del siglo anterior (909) gracias a su organización centralista e independiente de señores en un mundo todavía anárquico, logró asentarse y ejercer una gran influencia, favorecida por su situación geográfica privilegiada.[11] El abad de Cluny Odilón (961-1049) instituyó, por ejemplo, la conmemoración de todos los difuntos el 2 de noviembre para las abadías dependientes una costumbre que aparecía ya mencionada al menos por el cronista de Res gestae saxonicae sive annalium libri tres un tiempo antes. Gracias a ello, la costumbre tendría una gran difusión.

Esto muestra un cambio de lógica en la relación de lo humano y lo cósmico, un intento por antropomorfizar a las fuerzas de la naturaleza con una nueva relación entre lo divino y lo humano a través de personajes históricos, y cuya intercesión puede lograrse a partir de la fe y la oración.[12]

1.2. El tiempo en la cosmovisión religiosa medieval: lo cambiante y lo inmutable

Los ciclos de la naturaleza y de la tierra, los peligros relacionados a la escasez de recursos cultivables, así como las variadas amenazas de enfermedades o carestías encarnaban el sentido cambiante de la existencia humana. La religiosidad ligada a estos fenómenos expresaba un modo de comprensión de esta realidad. El mundo cambiante y la inmutabilidad divina se complementaban y sostenían mutuamente a través de la comprensión y expresión religiosa cristiana. La articulación en la comprensión del espacio y del tiempo como realidades vinculadas y análogas era una de las bases fundamentales de su cosmovisión. Así como la Antigüedad ―sobre todo la tardía― estaba dominada por la creencia de la decadencia continua, la Edad Media vivía bajo el concepto de la inmutabilidad.[13]

En esto tenía gran influencia el pensamiento de san Agustín de Hipona. El tiempo no era sólo el marco en el cual duran las cosas, sino que en él participaba Dios. Así, el tiempo participa de la eternidad. La Ciudad de Dios se construía progresivamente a medida que el mundo duraba y que todos los pueblos eran llamados por el anuncio del Evangelio a participar de ella. El origen y el fin trascendente daban unidad a la historia del hombre través de una explicación inteligible.

Esta unidad de lo cambiante y lo inmutable se despliega en otra serie de expresiones de la manera de comprender el mundo. La varietas de la creación se complementa con la continuitas del Creador; la tensión entre la alteridad de los pueblos se resuelve en la identidad de la misma fe. La figura de Jesús, hombre y Dios, cobra en esta concepción una relevancia esencial pues en Él se sintetizan estos aspectos y dará lugar a numerosas prácticas devocionales que acentuarán esta dimensión.

También puede observarse claramente en las crónicas o historias elaboradas durante esta época, y también posteriores. Todas ellas siguen este modelo, según el cual la historia comenzaba con Adán y Eva, continuaba con las historias bíblicas que luego se vinculaban con el Imperio Romano, recorriendo las edades a través de las sucesiones de reyes y papas. El origen de la historia estaba en el nacimiento de Cristo y se regía por la economía de la revelación cristiana. Por ejemplo, el Chronicon Universale de Lucas de Tuy desde los orígenes del mundo hasta la conquista de Córdoba por el rey Fernando en 1236, insertaba los acontecimientos contemporáneos como parte de un plan divino. Lo mismo puede decirse de la historia mandada a escribir por Alfonso X, rey de Castilla y León, Estoria de España, que inscribían sus propios reinados en esta historia divina como una manera de construcción de la memoria y de la legitimación real.[14]

La unidad entre lo temporal y lo eterno también se manifestaba a través de lo humano. La conversión personal se concebía como un transitus o pasaje que da sentido a lo material desde lo espiritual. Se representa en su sentido más concreto en el paso por la entrada de la iglesia (templo) y así a la Iglesia (Dios) presidido por Cristo. Su representación en la iconografía románica como mediador y como integrador de lo eterno y lo temporal es muy frecuente. Un ejemplo característico que pone en juego estos conceptos con el espacio arquitectónico es la representación de Cristo en los tímpanos del portal de ingreso de las iglesias. Su figura marcaba el paso entre lo celestial y lo terreno. Cristo era el eje vinculador de esta tensión y complementariedad.[15]

La utilización de los signos del zodíaco ––una simbología antigua surgida en la astronomía babilonia y utilizada también con frecuencia en el judaísmo–– es una representación cristológica que simboliza la conexión de lo terreno con lo temporal, entre la tierra y el cielo a través de Cristo, Dios y hombre.[16] Por ejemplo, en el portal del Nartex de la Basílica de Vézelay (Francia), construida entre 1120 y 1150 puede verse a Cristo y sus apóstoles en el centro de la escena, rodeados por figuras peculiares que representan a los pueblos de la tierra. Su diversidad queda manifiesta: son pigmeos o cinocéfalos, es decir, diferentes o ajenos. Por sobre los pueblos se encuentra la banda zodiacal. Atravesándolos, aparece la figura de Cristo, quien vincula por su humanidad y divinidad a los pueblos de la tierra con el reino celestial.

La cosmovisión medieval fundada en la providencia divina y en una filosofía de la historia agustiniana, asumida del mundo antiguo y reelaborada durante varios siglos aun servía para comprender la realidad.[17] Si el cristianismo había fijado el fin del hombre más allá de los límites de la vida presente y, al mismo tiempo, había afirmado que un Dios creador no dejaba nada fuera de los designios de su providencia, tenía que admitir también que todo, tanto en la vida de los individuos como de las sociedades de las que formaban parte, debía ordenarse necesariamente en vista de ese fin supraterrestre.

1.3. Las expresiones devocionales de la religiosidad en un contexto de inseguridad existencial

La fragilidad de la vida, inseparable de la condición humana, se percibía con notable intensidad. Amenazas y temores de distinto tipo acentuaban el carácter efímero de la vida terrena y el ligamen con una vida sobrenatural. Las malas cosechas y las consiguientes hambrunas, enfermedades o epidemias que causaban oleadas de muerte sin demasiada explicación aparente, guerras o injusticias de distinto tipo favorecieron durante el siglo XI una religiosidad centrada en la consideración negativa de la realidad circundante, expresada en el concepto del contemptus mundi o del desprecio por el mundo. Si el mundo terrenal era la causa de los males que se sufrían, entonces adquiría una valoración negativa y opuesta a la consideración positiva que brindaba la contemplación de la vida sobrenatural en una lógica de complementación muy característica de la polaridad medieval.

Lo visual, lo concreto, lo tangible es el simbolismo de lo seguro. La seguridad y la cercanía de lo sobrenatural en un contexto de incertidumbre explican la creatividad y multiplicidad de expresiones artísticas de hombres y las mujeres en su contexto cotidiano. La arquitectura románica ofrece a la devoción de los fieles todas las facilidades para esa piedad, ávida de ver y de tocar. Los límites entre lo cotidiano y lo sagrado, así como sus espacios, son difusos.

La devoción cristiana medieval gira principalmente en torno a figuras intercesoras que expresaban la conexión humano-divina ―y no preponderantemente la de Dios o Dios Padre― Jesús crucificado, su madre, la Virgen María, los ángeles y los santos a través de variadas imágenes y festividades. Dicha elección evidencia un sentimiento de angustia existencial alimentada por variados temores, no sólo de orden político o social, sino también la misma consideración rigurosa, y hasta arbitraria, de la autoridad, característica del ordenamiento feudal medieval, que los lleva a buscar representaciones más humanas y cercanas. Para el cristianismo occidental, los misterios de la encarnación se manifiestan más cercanos que el misterio de la Trinidad, que fascina al Oriente cristiano, pero aparece como más impersonal y distante. Estas devociones encuentran su lugar principal en la liturgia, aunque pronto irán alcanzando una dimensión más personal e íntima relacionada con la humanidad de Cristo, la imagen del Niño y/o de la madre, como lo muestran notablemente las esculturas de la Virgen junto con el Niño, especialmente en su pasaje de lo románico a lo gótico, o de una consideración más hierática a una más humana, en la interacción entre ambos.

Como contrapartida las representaciones de Dios, en general, están asociadas al fin de los tiempos y al juicio final. De manera frecuente manifiesta, por un lado, una imagen de Dios juez, en consonancia con la propia impresión de la época de los contextos sociales y políticos ligados a la autoridad. El Apocalipsis es también uno de los motivos más presentes en la iconografía del siglo XII, debido a las calamidades que amenazan constantemente la vida. El hombre y la mujer no se enfrentan a un juicio individual e inmediato, sino que prevalecen las imágenes de juicio de toda la humanidad, en la misma lógica del plan divino, como el término del mundo terrestre, y final esperado de una cosmología integradora de la historia.

En este contexto se vio muy favorecido el desarrollo de una religiosidad vinculada al culto a los difuntos, a las plegarias en favor de sus almas y, en especial, al lugar del purgatorio en la devoción popular, que adquiere un desarrollo teológico y relevancia espiritual notables.

1.4.La fascinación por lo mágico-maravilloso-religioso como comprensión religiosa cristiana de lo ancestral

Como en otras épocas, el problema del mal era objeto tanto de las reflexiones intelectuales y espirituales como inspiración para el arte y de la religiosidad. La representación de Dios como origen de todo bien y la del diablo como causante del mal aparecen como los dos polos sobre los que la comprensión y la expresión religiosa marcan sustancialmente su ritmo.

En la iconografía medieval, muy particularmente en el arte monástico del siglo XII, la presencia del mal o del diablo es casi una exigencia que reflejaba los sentimientos de temor tanto de la clase culta como de los sectores más populares. Tiene una presencia casi cotidiana en la vida de las personas como la figura detrás de los males.

La fascinación por este tema dio lugar a una serie de prácticas mágico-religiosas para explicar los fenómenos misteriosos. Las creencias y temores encontraron en el mundo de lo maravilloso un deslumbrante lenguaje de expresión y representación. La pervivencia de símbolos previos al cristianismo tomó un nuevo significado y se convirtieron en un componente esencial de la cultura.[18]

Muchas expresiones de la religiosidad popular entremezclan tradiciones ancestrales de religiones precristianas asumidas en un rango variable entre la superstición y la religión. Si bien algunas expresiones tuvieron su ordenamiento limitativo para diferenciarlas de un culto pagano, otras, consideradas cristianas, aunque no oficiales se asumían espontáneamente. En efecto, convergían tradiciones y experiencias diversas, que conservaban, enriquecían o renovaban creencias y mitos más allá de lo que la instrucción religiosa y acción pastoral pudieran brindar y que adquirieron pluralidad de formas de acuerdo con las zonas geográficas dentro del mismo contexto cultural.[19]

Si bien durante el Medioevo encontramos legislación, sobre todo sancionada por sínodos o concilios provinciales, que regula ciertas prácticas asociadas al mundo precristiano –muchas de ellas muy consolidadas– con la finalidad de resignificar su contenido, puede verse también que la religiosidad no está regulada en forma limitante y que existe un amplio espacio para este tipo de devociones.

Un ejemplo de ello es el uso dado a los símbolos de los animales fantásticos, heredados del mundo antiguo, con un sentido cristiano. Muchas de estas representaciones provenían de una obra surgida en ámbito gnóstico y compilada en Alejandría entre los siglos II y IV d. C. conocida como el Fisiológo (Φυσιολόγος). En ella se presentaban numerosos animales míticos con sentencias moralizantes, historias maravillosas en donde lo religioso se manifestaba alegóricamente. Desde Orígenes y Clemente de Alejandría en adelante la obra tuvo una gran difusión gracias también a su traducción a numerosas lenguas.[20]

Uno de los animales fantásticos principales era el unicornio cuyas cualidades principales eran la fuerza o virginidad. Su fuerza simbólica se resignificó como figura de la Virgen María algunas veces y otras de Cristo, como tipo de la encarnación. Las historias sobre encuentros con unicornios en los bosques o sobre las propiedades de sus cuernos tuvieron una gran difusión. El león es otro de los animales más utilizados para simbolizar a Cristo, cuyos cachorros nacen muertos pero que con su aliento retornan a la vida, o también el ave fénix que se quema, pero resurge de las cenizas; todos tipos significantes de la resurrección y la gracia. El pelícano es otra de las imágenes asumidas, un ave que derrama su propia sangre para reavivar a sus pichones. El dragón, una de las representaciones más extendidas, simbolizaba el mal.

Todas estas imágenes, y muchas otras, ejercieron una gran influencia en el simbolismo religioso, en la iconografía y, en general, en la sensibilidad de la Edad Media. Estos tipos de explicaciones tendían, además, a ofrecer a la mayoría ―ajena a la comprensión del latín― la posibilidad de acercarse a los misterios litúrgicos de una forma más consciente y este imaginario los prolongaba en la consciencia diaria de los cristianos.

El Fisiológo fue utilizado como fuente para la elaboración de un gran número de bestiarios y alimentó vivamente el simbolismo y la iconografía medieval en sus diversas expresiones, independientemente de su origen precristiano. San Isidoro de Sevilla (570-636) es uno de los autores que asumió muchas de estas imágenes en su Etymologiarum Libri, no sólo de esta obra gnóstica sino también de autores clásicos, que gracias a su recepción pudieron llegar hasta las escuelas medievales, como san Beda el Venerable (673-735) en su obra De rerum natura. La transmisión de este acervo cultural puede rastrearse inclusive hasta la Alta Edad Media. El Speculum maius tripartito: naturale, doctrinale, historiale del dominico Vicente de Beauvais (1190-1264), una especie de enorme enciclopedia que ofrecía un vasto panorama de los conocimientos de la época en las materias más diversas entre la que el afán por la acumulación de conocimientos y la fascinación por lo maravilloso se unían armónicamente. Está presente también, por ejemplo, en san Alberto Magno (1200-1280) quien puso un gran acento en la naturaleza como objeto mismo de la ciencia, y no ya como un instrumento para explicar cuestiones morales.[21] Estas obras se nutrían del conocimiento y símbolos de la Antigüedad, los resignificaban y formaban parte de la unidad cosmológica, en la que la diversidad de la creación se unía en la eternidad del Creador en una perspectiva escatológica.

Pero el mundo de lo maravilloso no se limitaba únicamente al lenguaje visual, sino que también asumió historias escritas y narradas. Los relatos evangélicos sobre la vida de Jesús, en particular sobre su infancia, así como la historia de la Virgen María alimentaron la imaginación, e inclusive la leyenda, en aquellos momentos no narrados por los evangelistas. El espacio y la importancia que los evangelios apócrifos ocupan en la religiosidad medieval no han sido valorados del todo. Estos textos completaban las lagunas con historias muchas veces fantasiosas pero que fomentaban una devoción fuertemente arraigada en los fieles, y que pervivieron hasta el presente como elementos inseparables de la religiosidad popular.

Si bien desde antiguo se sabía que estos evangelios contenían relatos en parte fantásticos, encontraron un lugar en el espacio sagrado oficial. Fomentaron la piedad cristiana y pueden encontrarse en todo tipo de expresiones artísticas como esculturas, frescos, vitrales, representaciones, procesiones, historias contadas y festividades, incluidas las litúrgicas, y muchas veces también como el fundamento principal que sostiene la devoción a un santuario. Nombres que aún hoy nos son tan familiares como el del soldado Longinius que atravesó a Jesús crucificado o el ladrón Dimas, aparecen únicamente en el Evangelio de Nicodemo, que relata los eventos de la pasión, al igual que los nombres de Ana y Joaquín, padres de María, tomados del Protoevangelio de Santiago de gran difusión en el Medioevo y que inspiró una gran producción devocional y artística cristiana.

Así, mimetizado entre las representaciones canónicas, el arte de origen apócrifo convive con el oficial en programas iconográficos en los que sólo los entendidos pueden diferenciarlos. El pueblo fiel necesitaba apoyar su religiosidad en el mito para comprender aquellas enseñanzas que a menudo excedían su entendimiento simple y espontáneo. Desde san Jerónimo (347?-420), hasta el decreto del papa Gelasio (492-496), los evangelios apócrifos fueron tratados como escritos no aceptados como oficiales por la Iglesia. Sin embargo, las mismas autoridades les otorgaron un lugar principal dentro de los propios espacios sagrados.[22] Durante la Edad Media este espacio flexible no resulta un problema. Recién a partir del surgimiento de las confesiones en Europa en el siglo XVI y la necesidad de autoafirmar la propia confesión sobre los elementos que la diferencian de las otras se limitarán este tipo de prácticas.

2.Del campo a la ciudad o el pasaje de la naturaleza sagrada a la sacralidad del hombre (siglos XII y XIII)

Entre los siglos XII y XIII, la población europea aumentó considerablemente: de 46 millones hacia el año 1050 hasta 61 millones hacia el año 1200. Durante este período las áreas cultivables se extendieron, la técnica agrícola se desarrolló, la producción aumentó y todo esto condujo a una mejora general de las condiciones económicas y de subsistencia.

En efecto, el crecimiento demográfico impulsó el desplazamiento humano en busca de nuevos espacios cultivables que pudieran mejorar las condiciones de subsistencia. Se produjeron intensos movimientos hacia las llanuras ibéricas y más allá del río Elba. De esta forma, se ampliaron las extensiones de tierra cultivables gracias a la roturación de nuevas tierras, es decir el control para la producción agrícola de suelos antes no trabajados, junto al desmalezamiento de los bosques, los desecados o drenajes de llanuras, entre otros.

Los avances técnicos, como el del arado, fueron esenciales para el aumento de la productividad. El empleo prolífico del caballo en lugar del buey, y también con ruedas, entre otros, permitieron aumentar la velocidad de trabajo y, por tanto, de la producción.[23] Además, ayudaron a mejorar las condiciones de vida: la sustitución de la madera por la piedra para las construcciones ―el ladrillo en algunas zonas―, el uso más extendido del hierro, lo cual contribuyó a un florecimiento de las técnicas constructivas arquitectónicas, el progreso textil e inclusive la producción de ciertos bienes de lujo.[24]

En la abadía de Fontenay (Francia), por ejemplo, los monjes construyeron al final del siglo XII una gran herrería en un amplio edificio de piedra con la técnica suficiente para extraer el mineral de las minas en las colinas cercanas y desarrollaron grandes martillos hidráulicos, aprovechando la corriente del rio, para forjarlo, producirlo industrialmente y comercializarlo.

Junto con esto, se produjo otro fenómeno por el cual la tierra dejó de ser el único elemento importante de subsistencia, y, por tanto, también de poder. La vida que hasta este momento había girado únicamente en torno al esquema feudal, cuyo eje habían sido los señores poseedores de tierras, lo cual desconcentraba el poder y distribuía a la población a lo largo de extensas áreas rurales, comenzaría a ceder gracias al movimiento de muchos campesinos y siervos ―a lo largo de varias generaciones― que se desplazan en busca de mejores condiciones. Las mayores posibilidades del hombre favorecieron en el siglo XII un deseo de mayor libertad respecto del siglo precedente.

Pero este intenso movimiento de campesinos y siervos, no sólo se dirigió hacia nuevas tierras o señores más liberales, sino sobre todo hacia las pocas nuevas ciudades que habían conseguido libertades gracias a la obtención de privilegios. Comenzó así a surgir una nueva clase social, capaz de generar riqueza a partir de las propias capacidades.[25] Desde mediados del siglo XI pueden identificarse los primeros elementos que marcarán los cambios. En esta época surgen las ciudades que en sus nombres reflejan esta característica: Villanueva, Villeneuve, Freistadt, Freiburg, Neustadt, Villa Franca o Villanova, etc.

Si bien la ciudad amurallada era parte del paisaje agrícola del siglo XI, éstas se diferenciaban de aquellas porque no dependían del poder de los señores feudales. Este destino era uno de los objetivos más perseguidos por una numerosa clase social. El dicho: Stadtluft macht frei nach Jahr und Tag, (el aire de la ciudad hace libre al cabo del año y del día) reflejaba claramente la libertad que se podía alcanzar en la ciudad luego de un tiempo.[26] La autonomía se manifestaba en las diferentes instituciones urbanas: mercado central, aduana, casa de corporaciones y ayuntamiento. También tenía lugar este espíritu profano, que exaltaba la bondad del hombre y la mujer. Junto a los campanarios de las catedrales se alzaron las torres de los edificios comunales. En el ámbito de la Iglesia, este deseo de libertad se manifestó también de las formas más diversas como un elemento característico del siglo XII. La reforma gregoriana, por ejemplo, en su núcleo más básico no era sino la exigencia de una libertad respecto del poder de los señores en el nombramiento de los obispos.

En el ámbito urbano o comunal ―ya que se reúnen en un mismo lugar gentes “comunes”, es decir, de igual condición― surgieron una serie de actividades ligadas a los nuevos habitantes, las nuevas maneras del progreso económico alejadas del dominio de los señores feudales: los herreros, los productores de lana o seda, los zapateros, los maestros constructores de la piedra y la madera, los peleteros y los operadores de cambio. Una serie de fenómenos vinculados a la ciudad se desarrolló intensamente y sentó las bases del auge económico del siglo XIII. Ya en el siglo XII, en las ciudades libres se especializaron los trabajos, incrementó la producción. Esto condujo a que los artesanos se reunieran en gremios o corporaciones con la finalidad de proteger sus intereses comunes tanto localmente como en el extranjero. Se propició una importante expansión del comercio y la banca, la mejora y seguridad de rutas y transportes, y, en definitiva, potenció el desarrollo mismo de las ciudades, que reflejaron su prosperidad en la belleza de sus edificios. En Florencia (Italia), ciudad libre desde el siglo XII, pueden verse todavía en la actualidad el Orsanmichele, la iglesia de las antiguas corporaciones florentinas decorada con esculturas que representaban a las diferentes corporaciones, entre ellas, el famoso San Jorge de Donatello, protector de la corporación de los artesanos de armaduras y espadas. Ya asociado a la vida comercial, el templo había surgido sobre las bóvedas o recovas que cubrían un mercado de granos en el siglo XIII.

El surgimiento de una economía monetaria favoreció el intercambio de una moneda en favor a la sustitución de cargas de trabajo por cargas en especie y en dinero. El campesino o siervo se liberó de su dependencia del señor feudal y no quedó ligado a él por tiempos de trabajo, sino que ahora era capaz de reemplazar este vínculo con pagas de productos o dinero. El desarrollo de los cultivos y de los productos artesanales fue en progresivo aumento. La prosperidad económica condujo a la desaparición de las hambrunas entre los años 1225 y 1315. El siglo XIII es considerado por ello un período de auge económico, intelectual y cultural.[27]

En la península ibérica, donde el desarrollo feudal tuvo poco arraigo, el movimiento de repoblación de las tierras conquistadas a los musulmanes supuso la aparición de algunos instrumentos jurídicos que otorgaban autonomía a los terrenos sin señorío, como el fuero, las cartas de población o cartas pueblas otorgadas en general por los reyes, pero también por otros señores, que favorecían la instalación de nuevas poblaciones libres de sus dominios. Pero el caso ibérico tuvo algunas diferencias y sería de gran relevancia para el modelo americano. El municipio fue la unidad política que representó la particularidad y diversidad característica de la época, conservó sus privilegios y mantuvo su autonomía peculiar, principalmente a través de los concejos: el cabildo abierto ―convocado en las iglesias de los pueblos para elegir magistrados que inspeccionaran el funcionamiento de la administración central― y el concejo general o ayuntamiento, órgano de gobierno con los cargos políticos más relevantes, que serían los modelos de comunidades urbanas llevados a América.[28]

2.1. El nuevo espíritu urbanístico y la religiosidad

La religiosidad también se transformó junto con estos cambios. Si la tierra y la naturaleza habían sido determinantes para la expresividad religiosa de los siglos precedentes, la autonomía respecto de la tierra, tanto en su sentido de subsistencia como de vasallaje, también tendría consecuencias trascendentes en este ámbito.

Se promovió una expresividad religiosa centrada en el hombre. En este sentido, el valor de lo profano –entendido como el ámbito humano por fuera de lo hasta ahora entendido como sagrado– se revalorizó también desde el punto de vista religioso. Es decir, la comprensión de las capacidades del hombre y la mujer, el progreso económico de las ciudades, su participación en la construcción de la seguridad de la vida contribuyó notablemente a sacralizar lo humano. Lo trascendental no estaba sólo fuera del hombre, en la naturaleza, sino que también podía estar dentro del hombre mismo. De esta forma se pasó progresivamente de una religiosidad ligada a la naturaleza sagrada, cuyo espacio fundamental era la tierra, los ciclos de la luz y los espacios sagrados rurales, a la sacralidad del hombre y sus propias capacidades y producciones, cuyo ámbito comenzó a ser la ciudad. La valoración del rol del hombre muestra el paso en la comprensión del mundo sobre ciertos parámetros mágico-religiosos para pasar, a un nivel conceptual-lógico.

2.2. Ámbitos de expresión

Si en el siglo anterior la espiritualidad monástica había acentuado una religiosidad basada en el “desprecio del mundo”, en este nuevo período la valorización de lo humano permitió descubrir el sentido sobrenatural y positivo de mundo material como creación de Dios de la cual el hombre es parte. La ciudad, como expresión de la libertad del hombre, es ahora el centro de la nueva expresión religiosa.

La devoción cristiana comenzó a poner menos énfasis en el Dios del juicio final y del Apocalipsis, tan presente en la iconografía monástica del siglo XI, para dar un mayor lugar a los temas vinculados a la creación y al hombre dentro del plan de Dios.[29] La humanidad de Jesús, expresada tanto en los misterios de la vida y pasión como de su Madre, fueron objeto privilegiado de la devoción. Este fenómeno se potenció por los contactos de los cruzados (la primera cruzada tuvo lugar en 1095) con los Santos Lugares y la consiguiente afluencia de reliquias. Su autenticidad no era su valor principal sino la posibilidad de que lo divino pudiera percibirse a través de los cinco sentidos.

El amor cobró una dimensión antes desconocida dentro de la espiritualidad potenciada por la sensibilidad en torno a los misterios de la humanidad de Cristo. Este tipo de expresividad puede notarse no sólo en la religiosidad, sino también en otros ámbitos, como una característica de la época. La literatura se centró en el valor de los aspectos más sensibles. El libro de buen amor, por ejemplo, entrelazaba las vivencias consideradas profanas con los gozos de la Virgen María y se alejaba de la concepción del hombre al estilo del De miseria conditionis humanae de Lotario de Segni. Esta glorificación del amor pasional se expresó también más adelante en la espiritualidad mística: san Bernardo o Ricardo de San Víctor entre otros.

Además, el ámbito de lo religioso, bastante limitado al círculo de clérigos, monjes y religiosos se expandió hacia los laicos. Es un movimiento análogo en el cual se pasa de la consideración de una sacralidad como estrictamente limitada a lo considerado “sagrado” hacia lo “no sagrado”, es decir lo laico. Hasta entonces, el clérigo había sido considerado el hombre sagrado por antonomasia. Ahora, a partir de la revalorización de lo humano, la vida laical asume una fuerza sacralizadora. El siglo XII es un momento de importancia en el desarrollo de un movimiento laical medieval.

Aun antes de la aparición de las órdenes de san Francisco y santo Domingo, los laicos contribuyeron a la transformación de los ideales monásticos con el surgimiento de órdenes penitenciales y de caridad. La idea de que simples fieles puedan vivir una vida religiosa ferviente in domibus propriis permaneciendo en su estado ―concepto típicamente medieval― comienza a fortalecerse: fraternidades, penitentes rurales comunitarios, etc.

Los laicos, como parte de una comunidad religiosa, traspasaban así los límites de su ámbito propio, dado que muchos ermitaños eran habitualmente clérigos o monjes. Los laicos entienden que su vida también puede servir a alcanzar la perfección cristiana. Su misión está más vinculada a una acción concreta entre los cristianos como un ideal pastoral. Esto puede verse ya desde el siglo XI y XII con la fundación de grandes abadías y de los prioratos rurales que buscaban tener un mayor contacto con el pueblo. Este ideal pastoral fue difundido por los canónigos regulares y por los predicadores populares itinerantes, como por ejemplo san Norberto de Xanten y la fundación de Prèmontrè (1121) que agregaba la predicación a los ideales de pobreza y vida eremítica de las ordenes antecedentes, como los benedictinos. Estas nuevas fundaciones y otras durante este siglo promovieron también notablemente los monasterios femeninos. Las órdenes mendicantes surgidas en el siglo XIII fueron consecuencia de estos nuevos valores.

En 1221 aparece el Memoriale propositi fratrum et sororum de penitentia, un documento canónico que comienza a ordenar normativamente los ideales del laicado y los valores de su testimonio exterior, dando valor a la pobreza, el ascetismo, la continencia periódica, etc. El clero, inicialmente reticente a estos movimientos espontáneos, termina cediendo frente al entusiasmo. Los canonistas de fines del siglo XIII intentan clasificar este estado híbrido que ellos mismos indican como laicus religiosus como lo hace el Hostiensis en 1255 en su Summa Aurea.

Con el surgimiento de las órdenes mendicantes se incrementó aún más con la aparición de frailes penitenciales, terciarios, etc. Las cofradías, inicialmente surgidas con finalidades benéfico-religiosas y también profesionales. Más de cuatrocientas cofradías han llegado a identificarse sólo en España durante esta época.[30]

Como ya hemos visto, una de las áreas de expresión de estos nuevos valores es el trabajo humano. Los gremios medievales o corporaciones de trabajadores integradas por artesanos de un mismo oficio tenían por finalidad conseguir un equilibrio entre la demanda de obras y el número de talleres activos, garantizar el trabajo a sus asociados, mejorar su bienestar económico y los sistemas y técnicas de aprendizaje del oficio. Se dividían en tres grupos: aprendices, oficiales y maestros. No sólo cada uno de ellos elegía un santo patrono relacionado con su labor, sino que también, cada uno de los gremios podía hacer público su trabajo y atraer nuevos clientes en el espacio sagrado de los templos. Por ejemplo, en los vitrales de la catedral de Friburgo (Alemania) los gremios mostraban sus producciones y escudo, por ejemplo, de los zapateros, panaderos, los toneleros o los sastres que vestían a las figuras de la Virgen y de los santos con ricos atuendos, que ellos mismos producían.

Otro de los ámbitos influenciados es el arte homilético. Tendrá su apogeo entre los mendicantes, por lo menos, en los dos siglos siguientes. Uno de sus mayores exponentes llegaría a ser algo más tarde san Bernardino de Siena (1380-1444),[31] propagador de la rama de los frailes menores observadores. La evangelización fue uno de los puntos centrales entre sus intereses y promovió el envío de frailes misioneros a Oriente, y tendría influencia también en la reforma en la península ibérica y en el espíritu de los primeros misioneros franciscanos en América.

La comprensión de las capacidades del hombre y la mujer medieval, su participación en la construcción de la seguridad de la propia existencia, también están detrás del teatro. Llevó a un ámbito profano realidades sagradas, antes circunscriptas a la liturgia. Acogió sólo algunos pocos componentes del teatro clásico, casi desaparecido por completo durante los primeros siglos de la Edad Media, reduciéndose a algunas representaciones de juglares o actores que realizaban parodias, pantomimas o ejercicios gimnásticos, pero no como representación de un texto de forma organizada como en la Antigüedad, dicha práctica sólo se retomará en el tiempo de los humanistas. Los momentos litúrgicos cristianos inspirarán las primeras representaciones teatrales asociadas a los misterios de la vida de Jesús dentro del mismo ámbito litúrgico. Posteriormente aparecieron composiciones teatrales no relacionadas al calendario litúrgico, en general vinculadas a la vida de santos. Su desarrollo y difusión fueron notables durante los siglos XII y XIII saliendo inclusive del ámbito propiamente religioso. Como el Auto o representación de los reyes magos (s. XII) considerada la primera obra teatral castellana o el Canto de la Sibila también durante la Navidad, cuyas tradiciones han resistido las diversas épocas.[32] Esta teatralidad, por su misma característica de fundir lo sacro y lo profano, tanto dentro como fuera de las iglesias, no estaban fuera del alcance de las legislaciones. En Castilla, por ejemplo, las Partidas de Alfonso X (1221-1284) regulaban este tipo de representaciones, por razones principalmente morales. Gracias a este tipo de testimonios tenemos hoy acceso a tales obras, a falta de otras fuentes. Pero también siguió regulándose en adelante, en especial, en tiempos en que la reforma del clero asumiría un tono más definido.[33]

Asimismo, idéntica dirección muestran la numerosas y difundidas traducciones de textos sagrados a las lenguas romances. Las biblias romanceadas comienzan a tener mayor difusión. En Salamanca encontramos ya en el un ejemplo de esto con la Fazienda de Ultramar la cual se considera como una de las primeras traducciones de pasajes bíblicos a una lengua romance y probablemente la primera obra extensa en prosa castellana.[34]

También en el ámbito intelectual puede notarse con claridad en autores como Pedro Abelardo (1079-1142) quienes comenzaron a marcar una diferencia con respecto a la reflexión previa, por ejemplo, de la exégesis monástica indicando que la teología debía erigirse como una disciplina autónoma y sobre principios racionales. Algunas de sus ideas llegaron a ser vistas como revolucionarias por estas razones y fueron condenadas por la Iglesia. También Pedro Lombardo (1100-1160), en su Liber Sententiarum, demostró la racionalidad de los dogmas sin necesidad de fundamentarse en la Escritura o la Tradición estableciendo de este modo, no sólo una novedad en la elaboración teológica, sino un nuevo modelo de la discusión intelectual.[35] En esta nueva concepción, la fe y la razón no se oponen, sino que se complementan y se transforman en objeto de la ciencia, pues ésta tiene al hombre por su centro y de acuerdo a ella se ordenan tanto el ámbito de racional como el de lo inexplicable.

Como contrapartida de la revalorización de lo laico se profundizó una mirada crítica respecto de la jerarquía de la Iglesia y de los clérigos en general. Este proceso se había acentuado al menos desde la crisis de autoridad en la Iglesia tanto desde la estadía de los papas en Aviñón (1309-1377) como del Cisma de Occidente (1378-1417). El ideal monástico y de predicación mostraba este profundo espíritu crítico y de reforma o de reorientación de la vida religiosa de muchos cristianos insatisfechos con la Iglesia oficial, y muchas veces estos movimientos encontraron un freno por parte de la institución. Independientemente de las diversas expresiones que la reforma de la Iglesia tuvo durante este período, está claro, que, en las conciencias de los hombres y mujeres medievales existía una fuerte necesidad de adecuar tanto las estructuras de la Iglesia como la espiritualidad al nuevo modo en que la realidad se había transformado y que se irán desfasando entre sí, antiguas y nuevas concepciones, hasta alcanzar un extremo de tensión. El impulso reformador encontró diversas expresiones, algunas de las cuales quedaron fuera de la consideración de la Iglesia institucional, declaradas heréticas, aunque éstas también estuvieran impulsadas por las fuertes transformaciones del siglo XII, en especial aquellas que acentuaban el espiritualismo, la pobreza extrema y prescindencia de estructuras institucionales en la Iglesia.

3.Conclusiones

Las compresiones y expresiones religiosas se encuentran en estrecha relación con necesidades antropológicas ancestrales. La relación del hombre con la tierra y la luz, su significado de pertenencia y lo que le aportan para su subsistencia adquirieron un valor central en la vida humana a tal punto que tuvieron no sólo relevancia en su sentido material, sino también en su valor sobrenatural como fundamento y seguridad de su existencia.

Durante la Edad Media las expresiones de la religiosidad de los pueblos europeos tuvieron un gran desarrollo convirtiéndose en un elemento constitutivo de la cultura del mundo cristiano. Así estos elementos se convirtieron en populares, es decir, en aquello que es común a la conciencia de un pueblo, independientemente de otras variables sociales, económicas o políticas, y que lo constituye como tal, como un grupo humano determinado que lo reconoce como común y propio.

La cultura cristiana medieval asumió -independientemente de los intentos por erradicar prácticas consideradas paganas- un acervo cultural-religioso ancestral precristiano, que se integró a la nueva cultura emergente, sin solución de continuidad.

Entre los siglos XI y XV, se asemeja más a un proceso en movimiento que a un sistema fijo. A medida que las condiciones de vida, las necesidades y otros factores de índole demográfica, social, económica o política se transforman, cambia la religiosidad. Se manifiesta en una mayor libertad del hombre respecto de su dependencia de la tierra y de los señores feudales, el pasaje del mundo rural al urbano y, así, de la producción agrícola como única fuente económica ligada a la tierra, a la producción artesana y el comercio más dependientes de la capacidad humana.

También la religiosidad acabó por resaltar los rasgos más humanos de lo sobrenatural. La conciencia sobre las capacidades humanas transformó la Edad Media, aún antes del paso definitivo dado por el humanismo en el siglo XV.

El hombre y la mujer medieval descubrieron así su propia divinidad y su capacidad de relacionarse con Dios sin intermediación humana. La experiencia de Dios se dio a nivel personal. En el auge de los movimientos laicales, en una época de crisis del papado y de la curia, se manifestó el deseo de una búsqueda de Dios sin intermediación clerical: cofradías, mujeres místicas, vida laical en comunidades autónomas, obras de caridad y beneficencia, entre muchas otras.

El mundo cristiano medieval no logró resolver las tensiones acumuladas que se expresaron como la necesidad de una reforma de la Iglesia. La solución a este clamor no encontrará una solución con unidad político-religiosa. Durante el siglo XVI, y en un tiempo intelectual diferente, estas necesidades se expresaron a través de la división del cristianismo en varias confesiones cristianas.

Las ideas que van marcando los procesos históricos surgen de la evolución y la reflexión previa no quedan en un espacio mental aislado del contexto existencial del hombre. Por el contrario, se modelan, cambian, se transmiten, evolucionan o dejan de ser relevantes según su capacidad de responder a las necesidades humanas de un tiempo y un espacio, o bien aportar a la comprensión de la propia realidad existencial.

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Notas

[1] Cf. Jacques Le Goff, La Edad Media explicada a los jóvenes (Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós: 2015), 18.
[2] Véase, R. N. Swanson (ed.), Routledge History of Medieval Christendom 1050-1500 (Londres, Nueva York: Routledge, 2015)
[3] Para algunos aspectos generales de la Edad Media puede consultarse la siguiente bibliografía en español: Jacques Le Goff, La Edad Media explicada a los jóvenes (Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós: 2015); Rodríguez-San Pedro Bezares, Luis Enrique; Pena González, Miguel Anxo (eds.), La Universidad de Salamanca y el Pontificado en la Edad Media (Salamanca: Publicaciones de la Universidad de Salamanca, 2014); Emilio Fernández Mitre La Iglesia en la Edad Media: una introducción histórica (Madrid: Síntesis, 2010); Juan María Laboa, Franco Pierini, Guido Zagheni, Historia de la Iglesia. Edad Antigua, Media, Moderna y Contemporáneo y la Iglesia en España (Madrid: San Pablo, 2005); Jorge Díaz Ibañez, La organización institucional de la Iglesia en la Edad Media (Madrid: Arco Libros, 1998).
[4] Véase Ulf Dirlmeier, Gerhard Fouquet, Bernd Fuhrmann; Europa im Spätmittelalter: 1215 - 1378 (München: De Gruyter, 2009); Jacques Le Goff, Un longe Moyen Âge (Paris: Tallandier, 2004).
[5] Véase, Daniel Baloup, David Bramoullé, Benoît Joudiou, I mondi mediterranei nel medioevo (Bologna: Il Mulino, 2020); Doris Bachmann-Medick, Cultural turns. New orientations in the study of culture (Berlin: De Gruyter, 2016); Egidio Ivetic, Il Mediterraneo e l’Italia. Dal mare nostrum alla centralità comprimaria (Soveria Manelli: Rubbettino, 2022); Michael Borgolte, Die Welten des Mittelalters. Globalgeschichte eines Jahrtausende (Munich: Beck, 2022).
[6] Cf. Jacques Le Goff, La Baja Edad Media (Madrid: Siglo XXI: 2016 edición original en alemán 1965) 27 y 37. Este reconocido medievalista indica los años 1005-1006, 1043-1045, 1090-1095 como períodos de malas cosechas y por tanto de hambrunas. Véase: Luciano Palermo, Andrea Fara, Pere Benito (eds.), Políticas contra el hambre y la carestía en la Europa Medieval (Lleida: Milenio, 2018).
[7] Véase Harriet Flower, Brent Shaw (eds.), Empire and religion in the Roman world (Cambridge: Cambridge University Press, 2021).
[8] Cf. Francisco Javier Fernández Conde, «Religiosidad popular y piedad culta» en Francisco Javier Sánchez Conde, La religiosidad medieval en España: Plena Edad Media, vol. 1 (siglos XI-XIII) (Oviedo: Trea, 2005); Baja Edad Media, vol. 2 (siglos XIV-XV) (Oviedo: Trea, 2011), vol. 1, 306 y 320.
[9] Christopher Dawson, La religión y el origen de la cultura occidental (Madrid: Encuentro, 2010), 40.
[10] Por ejemplo, los obispos reunidos en Coyanza, Oviedo, a mediados del siglo XI ad restaurationem nostre Christianitatis una de las más importantes reuniones de obispos de la Edad Media en la península ibérica, cf. A. García Gallo, «El concilio de Coyanza», Anuario de Historia del derecho español 20 (1950): 275-633. Más recientemente Andréia Cristina Lopes Frazão da Silva, «Normatização e relações de poder nas atas do Concilio de Coyanza», Anos 90, supl. Universo normativo e relações de poder na Idadae Média, Porto Alegre, 20, 38 (2013) 103-126.
[11] Alejandro Masoliver, Historia del monacato cristiano, 3 volúmenes (Madrid: Encuentro, 19942), vol. II De san Gregorio Magno al siglo XVIII, 39-40.
[12] Alejandro Masoliver, Historia del monacato cristiano, 3 volúmenes (Madrid: Encuentro, 19942), vol. II De san Gregorio Magno al siglo XVIII, 39-40.
[13] Cf. Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval (Madrid: Rialp, 2004), 352.
[14] Algunos de los manuscritos más antiguos de estas dos obras se conservan en la Biblioteca Universitaria de Salamanca (BGH) cf. respectivamente BGH mss. 2248 y 2022.
[15] La temporalidad se encamina hacia la eternidad y da sentido al tiempo. Terrestre-celeste / exterior-interior / microcosmos-macrocosmos son algunas de las duplas de esta intervinculación que encuentran variadas expresiones en el arte medieval a través de los sistemas de representación de las relaciones analógicas y el lenguaje simbólico.
[16] Angélique Ferrand, «Le zodiaque dans la décoration ecclésiale médiévale: une autre manière de penser le temps et l’espace». Bulletin de centre d’études médiévales d’Auxerre (2015) 10. Christian Heck (dir), Thèmes religieux et thèmes profanes dans l’image médiéval: transferts, emprunts, oppositions, (Turnhout : Brepols, 2013).
[17] El tema de la providencia divina es un concepto medieval unificador para la comprensión de la realidad muy en consonancia con otros conceptos relacionados a la unidad que también se expresaban en un ámbito político a través de una conciencia universal en torno al imperio, casi como un marco institucional del mundo conocido, legitimado en lo divino y que lo ordenaba.
[18] Cf. Richard Kieckhefer, Magic in the Middle Ages (Cambridge: Cambridge University Press, 20213)
[19] Cf. Giordano Oronzo, Religiosità popolare nell’alto medioevo (Bari: Adriatica, 1979); Arnold Angenendt, Geschichte der Religiösität im Mittelalter (Stockach: Primus Verlag, 20094).
[20] Cf. Rudolf Simek, Monster im Mittelalter. Die Phantastische Welt der Wundervölker und Fabelwesen (Köln, Weimar, Wien: Böhlaus, 2015).
[21] Albertus Magnus, De Animalibus, 1260 (?). Cf. Jimena Paz Lima, «La doctrina zoológica en la obra de San Alberto Magno», Studium, revista de humanidades 15 (2009): 29-51, 36.
[22] Cf. Ofelia Manzi y Patricia Grau-Dieckmann, «Los textos apócrifos en la iconografía cristiana», Mirabilia 6 (2006).
[23] Cf. Jacques Le Goff, La Baja Edad Media (Madrid: Siglo XXI: 2016 edición original en alemán 1965), 15.
[24] Si bien ya hacia finales del siglo X había comenzado a reemplazarse el techo de madera de las iglesias cristianas por bóvedas de piedra, lo cual disminuía el riesgo de incendios, recién en el siglo siguiente esta técnica tendría una gran difusión. Su uso determinará la evolución no sólo de las construcciones románicas sino también de las góticas, en la búsqueda del equilibrio de las fuerzas arquitectónicas y la posibilidad de iluminar los edificios a través de sus aberturas. Entre estos primeros ejemplos pueden mencionarse las abadías de Saint Michel-de-Cuxa (consagrada en 974) y de Saint Martin du Canigou, consagrada en 1009 ambas en el camino de peregrinación a Santiago, cerca de los Pirineos franceses y la abadía de Sainte Foy, (construida entre 1030 y 1090) en el centro de Francia. Véase: Michel Henry-Claude, Laurence Stefanon, Yannick Zaballos y Sylvie Fournier, Principes et éléments de l’ architecture religieuse médiévale (Monsempron-Libos: Fragile, 1997).
[25] Cf. Jacques Le Goff, La Baja Edad Media (Madrid: Siglo XXI: 2016 edición original en alemán 1965), 57.
[26] Cf. Jacques Le Goff, La Baja Edad Media (Madrid: Siglo XXI: 2016 edición original en alemán 1965), 57.
[27] Para este tema véase Jacques Le Goff, La Baja Edad Media (Madrid: Siglo XXI: 2016 edición original en alemán 1965), 78, 203 y 210.
[28] Cf. Manuel Andreu Gálvez, «La adaptación del modelo de ciudad medieval castellana en América y la configuración del sistema municipal indiano» en Gustavo Garduño Domínguez y Manuel Andreu Gálvez, América en el mundo hispánico. Una revisión jurídica, histórica y política (Pamplona: Eunsa, 2019), 49-50. A partir del siglo XIII se dejaron de otorgar estos antiguos fueros medievales. Ya en tiempos de Fernando III (1217-1252) estas estructuras nobiliarias comenzaron a ceder en favor de una gradual centralización monárquica, asemejándose de esta manera a la evolución política europea en general. Alfonso X emitió el “Fuero Real” y posteriormente las “Siete Partidas” que debilitaban la influencia de los fueros locales poniendo de relieve la facultad del rey como único legítimo creador de derecho, sobre todo creaba el cargo de regidor, representante de la corona en el municipio. Este cargo una enorme influencia y poder en Hispanoamérica, en particular en tiempo de los Habsburgo. La civilización hispánica funcionó siempre sobre el eje del municipio a través de los diferentes cambios que le fue proponiendo el devenir histórico. En la inmensa diversidad de las Indias sería también el principio básico organizador. Cf. J. A. Hernández Rivera, Evolución histórico-jurídica del municipio en el estado libre y soberano de Puebla, (Puebla: 2005) http://catarina.udlap.mx/u_dl_a/tales/documentos/ldin/hernandez_r_ja/portada.html, Acceso el 18 de mayo de 2023.
[29] Georges Duby, Hombres y estructuras de la Edad Media (Madrid: Siglo XXI, 1997).
[30] Cf. Germán Navarro Espinach, «Las cofradías medievales en España», Historia 396 (2014): 107-133. Véase también: Gerhard Krieger (Hg), Verwandschaft, Freundschaft, Bruderschaft. Sozialen Lebens und Kommunikationsformen im Mittelalter (Berlin: Akademie Verlag, 2009).
[31] Cf. Letizia Pellegrini, «Predicazione, catechesi e sermo corporeus: una raccolta domenicana di exempla della fine del XII secolo» en I fratri predicatori nel Duecento (Verona: Cierre Edizioni, 1996), 203-242.
[32] El auto o representación de los reyes magos, originariamente proveniente de la Catedral de Toledo, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, Ms. VITR/5/9, Canticum Canticorum cum glossa ordinaria Walafridi Strabi et interlineari Anselmi Laudunensis, (h. 67v-68).
[33] Cf. Nieves Baranda Leturio, La prosa y el teatro medievales (Madrid: Universidad Nacional de Madrid a distancia: 2009).
[34] André Vauchez, Les laïcs au Moyen Age …, 26-27.
[35] André Vauchez, Les laïcs au Moyen Age …, 26-27.

Notas de autor

Docente e investigador de la Universidad Albert-Ludwig de Friburgo (Alemania) y de la Universidad Católica Argentina de Buenos Aires.
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