Artículos

¿Transubstanciados? Esbozos eucarísticos de una antropología en clave sinodal

Alejandro Bertolini
Facultad de Teología. Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 60, núm. 142, 2023

revista_teologia@uca.edu.ar

Recepción: 23 Junio 2023

Aprobación: 30 Junio 2023



DOI: https://doi.org/10.46553/teo.60.142.2023.p97-121

Resumen: La sinodalidad puede abordarse desde distintos ámbitos. Estas líneas proponen centrar la mirada en su declinación antropológica, cuyo núcleo se encuentra en el exacto cruce de la escatología y la eclesiología. A partir de la asociación identitaria con la eucaristía, jugaremos con los distintos elementos que constituyen lo que podríamos llamar una antropología sinodal: eucaristía, tensión escatológica, ser para la comunión y el cuerpo de Cristo como ámbito propio de la “subsistencia” propia de la nueva creatura.

Palabras clave: Sinodalidad, Antropología, Eucaristía, Escatología, Cristo Total.

Abstract: Synodality can be approached from different areas. These lines propose to focus on its anthropological decline, whose core is found at the exact intersection of eschatology and ecclesiology. From the identity association with the Eucharist, we will play with the different elements that constitute what we could call a synodal anthropology: Eucharist, eschatological tension, being for communion and the body of Christ as the proper scope of the new creature's "subsistence".

Keywords: Synodality, Anthropology, Eucharist, Escatology, Christus Totus.

Si pretendemos que la reforma sinodal sea una realidad efectiva y no solo una declamación de lindas intenciones, debemos ir directo a su capacidad para reformar la iglesia y las personas a nivel estructural, no solo cosmético. No sirve que nos comprendamos tomados de la mano por un rato, sino radicalmente entramados en un cuerpo. Más que introducir un elemento nuevo, se trata contemplar lo que somos a la luz de la intimidad Trina en la comunión siempre nueva del Espíritu, de donde venimos; en «quien vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 28), y hacia quien caminamos en la historia.

En efecto, esbozar una antropología «sinodal» supone entendernos como hombres y mujeres configurados por una comunión eclesial signada por el ya pero todavía no, que se vive solo en la precariedad del presente y tensados por la esperanza de un gozo que nos espera. Y esto conlleva una antropología relacional recia y no cosmética, pensada en la exacta intersección de la escatología y la eclesiología. Eso necesitamos. Y nada condensa ni expresa más esta comunión in fieri que somos que la eucaristía que celebramos. A la luz de su fuerza y de la mano de Agustín de Hipona, intentaré jugar con estos cuatro elementos fundamentales para una antropología sinodal: tensión escatológica, ser para la comunión y el cuerpo de Cristo como lugar de nueva subsistencia.

En el espejo de la eucaristía

Entre las montañas del Atlas, y en un contexto de violencia social extrema Christophe Lebreton escribe en su celda: «Tomando parte en tus sufrimientos, oh Cristo, nuestra pascua, mediante la paciencia para merecer estar en tu Reino, consortes, eucaristizados, cristificados».[1] Un asomo de la conciencia aguda del proceso martirial que están viviendo. Pero es mucho más: sobre la misma tradición milenaria que empalma el martirio con la nupcialidad, él, varón contemporáneo, se interpreta desposado, y transformado en el mismo Cristo (cristificado) por la entrega de su cuerpo, en íntima unión esponsal con Aquel que se le entrega (eucaristizado). Nada que no se haya escuchado antes, y a pesar de eso sorprende por la frescura de la eterna novedad de quien pisa lo auténtico, lo genuino. Habla de una inmersión en las profundidades de la Pascua, de sufrir en su misma carne el adelanto de un proceso que es para todos, pero que en ellos se da de modo concentrado.

En el mismo norte africano, varios siglos antes, Agustín de Hipona sorprendía con su prédica a los cristianos recién bautizados: «Traed a la memoria que el pan no se hace de un solo grano, sino de muchos. Cuando se os aplicaban los exorcismos, erais como molidos; cuando fuisteis sumergidos en el agua, como amasados; cuando recibisteis el fuego del Espíritu Santo, como cocidos. Sed lo que veis y recibid lo que sois: Cuerpo de Cristo».[2]

En este caso no se trata de un proceso martirial, sino de otro muy afín: el catecumenado bautismal. La metáfora es elocuente: los granos sueltos se integran en una misma masa – cuerpo eclesial, cocida en el fuego pascual del Espíritu. Luego, la frase que todo lo aclara: «sean lo que ven y reciban lo que (ya) son». El tono parenético del primer estiquio marca la distancia entre la realidad actual y la escatológica, entre lo incoado y lo glorioso, el presente precario y el futuro de promesa que exige y pone en tensión, pues reconoce que lo de hoy no alcanza.

Y esta constatación amarga y realista se compensa con la buena nueva de la gracia: reciban lo que están llamados a ser y de alguna manera ya son. Tal circularidad, tan agustiniana[3] revela el sentido fuerte de una antropología centrada en la imagen de un Dios que salva y resucita entregándose. Una antropología eucarística, que señala con fuerza la plenitud de la identidad plena en la comunión total (el pleroma del esse in en el esse ad) como si el sentido protológico de lo humano estuviera definido escatológicamente por este movimiento pascual de donación, donde lo singular y lo plural se entraman en el cuerpo social del Resucitado que sigue dándose en la historia, en cada momento y lugar para dar sustento y apoyo a esta pascua entera de la humanidad.

1. «Sean lo que ven: cuerpo de Cristo». la escatología de comunión como meta del ser

La sitz im Leben de esta escena con seguridad es la mostración final, el momento de la misa en que la eucaristía es elevada ante la asamblea. Propone una contundente asociación de identidades: como si dijera: «aquí, comprimida en esta especie eucarística está el destino de cada uno de ustedes. Sus libertades han de configurarse con esto que tengo entre manos».

El mero hecho de que sea una propuesta de sentido y un llamado a la acción recuerda la distancia que separa la existencia de cada uno con el banquete escatológico que se fija como meta. En una punta de la línea de acción el presente, tanto personal como comunitario, tal como viene. En la otra, el horizonte consumado. Y en el medio, la historia como campo de acción de nuestras libertades.

Agustín revela de este modo una dimensión constituyente del hombre que no suele figurar en los manuales de teología. Si de Lubac afirmaba respecto del ser “natural” creado: «El deseo de verlo (a Dios) nos constituye, y aun así se nos presenta como algo totalmente gratuito. Tal paradoja no nos sorprende»,[4] aquí se nos manifiesta el objeto de ese deseo, pero no solo en su dimensión objetiva (deseo de Cristo, de comunión con Él, o del cuerpo de Cristo) sino también en la subjetiva, referida a la transformación personal. Bien podríamos parafrasear al francés diciendo que el «deseo de ser cuerpo de Cristo nos constituye y a la vez se nos presenta como algo totalmente gratuito».

Esta vocación eucarística última que define al creyente lo retrata en su dimensión personal trinitaria de origen -su ser para la comunión – y su consumación existencial que implica una decisión de configurarse históricamente a ese telos revelado, y en varias dimensiones. No solo su comunión existencial, sino también su pensar comunional.[5]

1.1.El reparo necesario: la distancia con la meta como presupuesto de toda escatología

Ultreia y suseia son los saludos que durante el medioevo los peregrinos de Santiago solían darse unos a otros para animarse en su aventura espiritual. «Adelante», decía uno y «aún más allá» respondía el otro, celebrando fraternalmente el desafío de la distancia que daba sentido y tensión a la existencia en devenir propia del peregrino. ¿Lo visible y palpable? Solo un sendero dibujado entre paisajes de ensueño – y no tanto-, caseríos hospitalarios y algunas marcas en forma de concha marina que todavía sirven de orientación. Y los peregrinos, claro, que refuerzan la certeza de la meta. Su mismo caminar anima, consuela y convence. Solo al final del viaje se yergue imponente la catedral con los restos del apóstol. Mientras, la precariedad de un camino lleno de sentido y esperanza, simbolismo y entusiasmo, pero limitado, monótono y de ratos hosco. Áspero.

Ultreia y suseia son los saludos que durante el medioevo los peregrinos de Santiago solían darse unos a otros para animarse en su aventura espiritual. «Adelante», decía uno y «aún más allá» respondía el otro, celebrando fraternalmente el desafío de la distancia que daba sentido y tensión a la existencia en devenir propia del peregrino. ¿Lo visible y palpable? Solo un sendero dibujado entre paisajes de ensueño – y no tanto-, caseríos hospitalarios y algunas marcas en forma de concha marina que todavía sirven de orientación. Y los peregrinos, claro, que refuerzan la certeza de la meta. Su mismo caminar anima, consuela y convence. Solo al final del viaje se yergue imponente la catedral con los restos del apóstol. Mientras, la precariedad de un camino lleno de sentido y esperanza, simbolismo y entusiasmo, pero limitado, monótono y de ratos hosco. Áspero.

Ysabel de Andia recuerda en una lindísima obra reciente[6] la fuerza de entender la vida como proceso en devenir. Recoge esta pista medieval del homo viator, muy querida por la tradición franciscana por poner en blanco sobre negro la limitación del camino propia de nuestra existencia finita y contingente con la solidez de la meta solo gozable en Dios. Y esto reconcilia con la pobreza del momento, porque el tiempo es más que el espacio (EG 222; LF 57). Tomarse en serio la imagen cristológica -que el mismo Jesús se autoatribuye-: Camino (Jn 14,6) y puerta (Jn 10,9) invita no solo a atravesarLo y recorrerLo sino a comprendernos en la secuencia dilatada de la historia que avanza impulsada desde el corazón de nuestras libertades por el Espíritu y aspirada -atraída por el Padre en la Resurrección de Jesús, que es el primer día de la semana. La nueva creación. «Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí» (Jn 6,44; 12,32).

Si hemos de sintonizar con la fina sensibilidad escatológica de W. Pannenberg, para quien Dios crea al mundo desde el futuro,[7] la comunión definitiva a la que aspiramos está tan ligada al hecho de habitar comunitariamente la Intimidad trina (Jn 17,20) que solo es esperable en la patria también definitiva prefigurada por Isaías como el banquete (Is 25, 6b-10a), pero todavía por llegar.

Esa armonía definitiva arribará, pero no ahora. Puede acelerarse un poco, sí. Porque la opción por los últimos[8] vuelve el futuro de las bienaventuranzas en presente tangible, pero siempre bajo la modalidad -tan sacramental por cierto- del ya pero todavía no. Si para J. Moltmann la clave de la esperanza es habitar en las grietas y en las heridas de la humanidad crucificada, ansiando expectantes la llegada del Veniente escatológico[9], bien podemos decir que la comunión compasiva y empática con los sufrientes adquiere visos del pignus futurae gloriae, de prenda de la gloria futura. Pero la prenda o el anticipo no es la totalidad de esa intimidad gloriosa que nos pone en marcha. Saberlo y decirlo, rezarlo y cantarlo nos reconcilia con el presente fragmentado, tejido de proyectos truncos, de demoras intolerables, de decepciones y entusiasmos fallidos. Solo una mirada contemplativa y profundamente creyente podrá captar lo definitivo del oro escondido en lo provisorio de barro.

Praestet fides supplementum sensuum defectui. Musitar el Tantum ergo quizás permita calentar el corazón posmoderno al calor de la totalidad que nos habita en el fragmento, y que por eso solo vivenciamos fragmentariamente. El lenguaje de pan, además de ayudarnos a adorar su pequeñez y compañerismo,[10] nos anima a recordar la distancia enorme que aún tenemos por transitar para lograr plenamente el syn, mientras nos movemos en el hodos. Y a moderar nuestros deseos (Sal 131) , o mejor dicho a encenderlos vivamente siempre y cuando lo que moderemos sea nuestras exigencias al instante evanescente que nos toca habitar. Porque lo propio del camino es lo precario, es la tienda y no el templo. El viático: no el banquete. O el banquete, en formato de viático.

Así pues, delinear una escatología de comunión aporta mucho a la hora de entender la sinodalidad como una dimensión propia de la existencia humana. Vivir en una posmodernidad que devora el presente porque no existe un futuro,[11] porque carece de proyectos de sentido y si piensa en el porvenir lo hace en clave de colapso y distopía, nos puede contagiar el riesgo de una ilusión desmedida, ahistórica, no procesual, de la comunión plena instantánea y sin pascua previa más propia de algo artificial que del grano que cae en tierra y muere para dar fruto (Jn 12,24).

La definitividad de la comunión que vemos en la eucaristía es real, bajo el modo sacramental. Y desde esas honduras fecunda nuestras libertades para abrazar lo provisorio y a fuerza de entrega, comunionalizarlo. Y en simultáneo educa nuestra mirada y modera nuestra expectativa del presente, para que nos alentemos mutuamente.

1.2.El ser para la comunión

Así las cosas, y volviendo a la frase de la cual partimos: «Sean lo que ven: cuerpo de Cristo», llega el momento de detenernos un instante en la implicancia y en la carga que reviste el llamado: “sean”. Como mencionamos, la existencia eucarística es propuesta como destino de un camino que ahora asume visos ontológicos, pues se mueve en el plano del ser. Hay que configurar lo que uno es, a través de lo que elige, hace y ama, a aquello que se nos muestra. Este es el calado profundo que todo lo resignifica: hablemos pues de ontología de inspiración eucarística, que es mucho más que una simple antropología relacional.

1.2.1. De substancias y puntos de apoyo

El desarrollo del dogma trinitario tuvo un rol decisivo en la historia semántica del término persona[12] al punto de decir que su acepción antropológica tal como la conocemos hoy es una hija secular de su versión trinitaria, cuya cumbre la encontramos en Tomás: relatio subsistens. Sería fácil tomarla sin más para tallar una concepción de persona humana radicalmente comunional, pero la analogía propia del lenguaje teológico exige primero dar cuentas de las (grandísimas) desemejanzas para luego fijar la atención en la osadía de la similitud.

La larga tradición metafísica que empezando por Aristóteles y Boecio, los capadocios, Agustín y Ricardo de san Víctor llega a Tomás[13] dibuja una elipse hermenéutica en la que los nodos relacionales en Dios son interpretados a partir de esta substancialidad propia del orden creado, pero con salvedades que muestran la originalidad y dificultad intrínseca de pronunciarse sobre un misterio que excede la racionalidad humana. Valga decir que la singularidad de la persona divina estriba en que coincide no con la individualidad (lo propio de la persona humana) sino con la relación misma de la hipóstasis.

En un artículo de muy reciente aparición, el español César Redondo resume con claridad los reparos a contemplar. «Ninguna forma de relación humana puede comunicar nada de su ser-persona, de su sustancia-hipóstasis (oὐσία-ὑπόστασις), de su individualidad como tal, ni siquiera la más elevada donación de sí que la persona pudiera llevar a cabo por amor».[14] Esto sí se verifica en Dios en quien se comunica su ser único sustancial en y a través de las relaciones que según su origen hacen ser al Padre y al Hijo y el Espíritu.

Por su lado, la creatura personal no puede disponer para sí en virtud del modo en que la relación se expresa en ella. No puede entregarse de modo absoluto sino solo accidental puesto que es imposible que disponga de su ser hasta tal punto. Vale decir: si la relación en Dios designa la constitución de las personas divinas como tal y esencialmente, en la persona humana designa solo un accidente. Su esse ad inhiere como accidente en un ser que es sustancia, de ahí que las personas humanas sean efectivamente substancia in recto, aunque su realización personal necesiten de los vínculos.[15]

Con pertinencia, cita a Nedoncelle en su filosofía personalista, para quien la reciprocidad humana será siempre limitada porque no puede acceder al fondo del ser ni se llega a crear al otro. «Más bien diremos que los momentos de reciprocidad son raros frágiles e interrumpidos por corrientes antagónicas o rivales».[16] Así pues, en los humanos la reciprocidad es acto y no estado: la acción está en relación lo hace de un modo eventual, acontece cuando coincide con el proyecto de otra persona que busca realizar la propia vocación en la relación interpersonal.

Este es el límite ontológico de lo creado, que afecta incluso a la misma unión hipostática. Y este señalamiento resulta de vital importancia para cuanto nos ocupa. Es en la persona del Hijo que se une la naturaleza humana de Cristo, y con esto se mantiene su distinción respecto de la naturaleza divina que la hospeda y le sirve de soporte. No se identifica ni confunde, no entra como un cuarto factor en las relaciones trinitarias sino que en el Hijo opera la célebre comunicación de idiomas. No en otro lado.

1.2.2 Radicados en la unión trina

Salvada la desemejanza en razón de la diferencia ontológica entre creador y creatura, queda entonces avanzar hacia el momento positivo de la analogía. Allí bulle el magma de una ontología de inspiración eucarística. Pues en la reciprocidad humana hay una unidad existencial, de corte dinámico personal que a imagen de la Trinidad, inhiere en la noción misma de la persona creada. Dice Redondo: «una trinitarización que redefine y transforma el concepto antropológico de humanismo en humanismo trinitario».[17] O bien, siguiendo los pasos de P. Coda, «la analogía de la caridad como analogía de la Trinidad, donde se entrelazan la individualidad personal con la interpersonalidad que espontáneamente tiende a la forma agapética de la totalidad».[18]

Y si bien el modelo social para comprender la Trinidad tiene sus límites y objeciones,[19] todavía es mucho lo que puede y debe decirse respecto de la vincularidad humana a la luz de la divina, o mejor aún: entretejida en la divina. Son tiempos propicios para esta tarea, pues desde el giro antropológico de la teología acontecido a mediados del siglo XX, se dio en simultáneo y en sugerente sintonía un redescubrimiento de la trinitariedad en Dios y una renovación de los grandes tratados de la teología tan a fondo que algunos comparan este período con los siglos de oro de la patrística en los que se definió el mismísimo credo. Y no solo Trinidad sino también la fundamental Pneumatología, que repercute en una nueva comprensión del tratado de Gracia,[20] con su consecuente impacto en la antropología, ahora llamada especial.[21]

Si la filosofía estructuralista, tras los pasos de Schopenhauer y Nietzsche da por muerto al sujeto moderno, la teología hoy busca recomponer la figura del hombre desde sus vínculos constituyentes.[22] Mucho más sensible a su existencia, su ser en el mundo[23] y a su devenir en la historia que su realidad esencial (o esencialista)[24] la dimensión relacional pasa a un primer plano, incluso a nivel teológico.

La clásica categoría de Imagen de Dios, emblemática para la comprensión del hombre, hoy es reinterpretada como vínculo constitutivo con aquello imaginado.[25] ¿Qué es la imagen sino una relación a lo representado? La misma creaturidad (o dependencia en el ser en la metafísica realista) dice referencialidad primaria al creador. Y esta iconicidad no solo se predica del Dios uno sino del Unitrino en su comunión de amor, y la analogía psicológica clásica, de cuño naturalmente intrasubjetivo se complementa con la intersubjetiva,[26] según aquello del mismo Agustín «donde ves la caridad, ves la Trinidad».[27] Desplegar el abanico de posibilidades que estas tres cuestiones suscitan a la inteligencia creyente ya justificaría un artículo por sí mismo. Pero es este y no otro el objeto de varias líneas de investigación que están en marcha. Bastará consultar la bibliografía actualizada para hacerse un panorama de sus aportes y conquistas.[28]

Volvamos a la intuición primera: ¿qué tanto impacta la eucaristía en el ser del hombre? Esta realidad, que es fuente y culmen de la vida cristiana (LG 11), ¿puede ser un mero accesorio y complemento al hombre que existe en sí y para sí, pues en definitiva es una rationalis naturae individua substantia en la cual inhieren las relaciones, por más evangélicas que sean? ¿Es que la gracia no altera la sustancia humana? ¿La protología puede tener prioridad ontológica (y no solo “cronológica”) sobre la escatología?

«Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la Unidad del Espíritu Santo». Así se cierra la plegaria de consagración expresando un entramado vincular propio de la comunión trina que incorpora al hombre, activamente, en esa liturgia eterna que se celebra en la intimidad divina, desde siempre.

En efecto, hablar del sacramento implica referirse a su función básica de transmitir sensible y eficazmente la gracia que Dios mismo es, y lo primero que sucede es que el creyente pasa a vivir en Cristo y desde “allí” a participar de esa inmanencia cruzada, tan perijóretica, que Juan nos relata entre el Padre y Jesús y entre los mismos creyentes, a imagen de esa intimidad paterno filial, en el Espíritu.

Aunque de modo participado, hay un cambio efectivo de eje en torno al cual gira la existencia del hombre. Un nuevo sustento, un nuevo punto de apoyo que resulta el soporte de un nuevo tipo de existencia, agraciada, agápica, pneumática, evangélica. La persona del Hijo, la misma en quien está enhipostasiada la humanidad del Nazareno, ahora hospeda al redimido en Cristo en virtud del bautismo y unido frecuentemente a él en la eucaristía, según aquello de Pablo «Todo subsiste en Él» (Col 1,17). Es difícil no prestar especial atención al verbo: subsiste. El agraciado cambia, troca, transita de una existencia vivida en sí y para sí a una vivida en y para el Señor (Rom 14,7 y ss). ¿No es acaso este el mismo fruto de la Pascua: «Ustedes están muertos y sus vidas están ocultas con Cristo en Dios»? (Col 3,3). La famosa permanencia joánica ¿no es una versión existencializada y evolucionada de aquella alianza del Antiguo Testamento que ahora se vive personalmente con Cristo, una reciprocidad que permite amar como él ama, con su mismo amor, y que fija el nuevo “domicilio” del hombre en su misma Persona filial y fraterna?

Como sugiere el célebre icono de la Trinidad de Rublev, el amor eucarístico está en el centro de la comunión trina.[29] Si nuestra patria definitiva es esa misma intimidad, nuestro ser se determina teleológicamente en función de esa comunión eucarística y por lo tanto, tal como dice Stein:[30] nos conforma y informa en la medida que la contemplamos.

Pero existe otro punto de subsistencia, otro soporte no desligado de la persona del hijo que de alguna manera constituye el espacio vital en el que esta existencia individual se eucaristiza. La iglesia. No por nada el CVII declara que el Reino subsiste en la Iglesia (LG 8).

2. Subsistir en el entramado del Cristo total

La cita de Agustín que hemos tomado por guía tiene un contexto claro, y es su teología del Christus Totus.[31] A menudo capta más atención la antropología subjetiva del Hiponate, y queda a la sombra esta propuesta de recapitulación en Cristo que reproduce en categorías bien occidentales la célebre noción de Ireneo. Nos interesa especialmente en tanto espacio de inmanencia recíproca con Cristo y con los demás bautizados, y como concreción del desplazamiento o éxodo del propio eje subjetivo resultado de la divinización en proceso. Porque de eso se trata: del agraciamiento como participación ontológica de la vida divina.

2.1.La creación en el movimiento del Espíritu

«Yo no existiría, si tú no estuvieses en mí»,[32] declara Agustín, entrelazando creación y salvación de un modo magnífico. Esta mención oficia de marco de la unión transformante pues en el sistema del Agustín, el primer momento de la creación se concibe como una existencia contingente que solo recibe todo su ser volviendo en el Logos hacia el Padre. La creación es una conversio ad Deum, que participa de la eterna cadencia del exitus -reditus de la Palabra desde y al seno del Padre.

Sin entrar en el análisis de la ontología triádica que refiere cada elemento del ente a una persona divina, vale la pena recordar como la Trinidad a pleno se involucra en el acto creador: el Padre incesantemente crea donando el ser, lo que acontece en y a través del Verbo, quien le da forma a lo existente y a través de Quien tiene lugar el retorno. En esta reciprocidad creadora entre el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo continúa su rol de unificador sosteniendo a todas las creaturas en la existencia y ordenándolas según una totalidad bella. El alcance cósmico de su rol parece nítido: el Espíritu preserva y ordena dando a todas las cosas una participación en la inmutabilidad o permanencia divina: manentia. El sostenimiento en el ser es cosa de la tercera persona de la Trinidad.

Esta permanencia, lejos de ser estática implica un segundo elemento propio del Pneuma para nosotros muy sugerente: el ordo o pondus. Agustín imagina que el peso lleva a un tipo de orden armonioso, signo del amor unificante del Espíritu: «un cuerpo tiende hacia su lugar propio gracias a su peso. No tienen descanso mientras queden en el desorden, pero una vez ordenados reposarán. Ahora bien, mi peso es mi amor, y a dónde soy llevado es su peso el que me guía».[33] La belleza “teleológica” de la creación parece centrada en el “descentramiento” a través del Logos en el Padre.[34] El pondus amoroso parece correr el eje de la existencia hacia el amado, de modo que la permanencia o estabilidad no se logra en el simple estar en sí sino más bien en un esse ad que redunda, trinitariamente, en un esse in.

Este movimiento amoroso ascensional anticipa ya la respuesta al quare fecerit por el sentido último de la creación. Al respecto dice D. Maconi que el cosmos está destinado a «conformar un cuerpo consagrado de alabanza convocado para la comunión divina».[35] Este lenguaje prefigura una soteriología de recapitulación, análoga a la de Ireneo, que tendrá por momento fundacional el descenso del Hijo, quien tomará para sí la debilidad propia del hombre. Al respecto, resulta interesante reparar en los términos usados por Agustín cuando comenta el Salmo 81: Deus vivificator et deificator.[36] El mismo que vivifica, lo hace asimilando al hombre a su amor personal. El contexto muestra una profunda conexión propia de lo recapitulativo:

No dudo que a Vuestra Caridad es conocido a qué esperanza nos ha llamado el Señor Dios nuestro, qué gestionamos de momento, qué toleramos y qué aguardamos. Gestionamos la mortalidad, toleramos la debilidad, aguardamos la divinidad, pues Dios quiere no sólo vivificarnos, sino también deificarnos. ¿Cuándo osaría esperar esto la humana debilidad, si no lo prometiera la verdad divina?.[37]

La debilidad resulta el lugar donde se revela un destino de transformación que implica un plus respecto de la simple revivificación. La admisión a la plena comunión es asociada a esta deificación que se dará en un cuerpo. Pero este proceso comportará un cruce de identidades que hace de sustento a nuestra tesis central.

2.3. El cuerpo del Cristo total como espacio de nueva radicación

El entrelazamiento anunciado viene precedido por un movimiento de descenso divino propio de la compasión misericordiosa, que tiene por efecto el ascenso del hombre:

Se hizo tan pequeño que hasta nació de una mujer, pero permaneció tan grande que no se separó del Padre… ¡Oh hombre, por quien Dios se hizo hombre! Debes creerte grande en verdad; pero desciende para ascender, puesto que también Dios se hizo hombre descendiendo. Adhiérete a tu medicina, imita a tu maestro, reconoce a tu Señor, abraza a tu hermano, comprende a tu Dios. Esto era aquél, tan grande y tan pequeño.[38]

Esta lógica del admirable intercambio inaugura un dinamismo “rotativo” propio del agape trinitario en su perijóresis eterna.[39] Realidad misteriosa ahora accesible al hombre salvado, que puede decidir en un solo movimiento hacia el otro “imitar al maestro y comprender a su Dios”, dando por supuesto que solo en la vivencia activa del amor kenótico uno logra la comprensión verdadera del Dios amante. Y con esta decisión asume la dimensión activa del pondus, que brota ya no solo del Pneuma sino también de la libertad y avanza hacia la divinización como fruto del amor de caridad.[40]

La compenetración con la debilidad del hombre parece condición sine qua non para el efecto transformador:

Poco empero ha sido para nuestro Dios prometernos en su persona la divinidad, si no hubiese también acogido nuestra debilidad, como si dijera: «¿Quieres saber cuánto te quiero, cuán cierto debes estar de que voy a darte lo divino mío? He tomado lo mortal tuyo» No nos parezca increíble, hermanos, que los hombres sean hechos dioses, esto es, que quienes eran hombres sean hechos dioses.[41]

Este efecto redentor y unificante se experimenta en la forma social de la iglesia, que en la comprensión del obispo de Hipona no es otra cosa que el Cristo total, una continuación de la encarnación en la que la unión con la humanidad perfecta de Cristo es posible. Si bien la iglesia es cósmica y abarca a toda la humanidad justa desde Abel, es en la encarnación que el Verbo une a sí mismo a la humanidad y así vuelve accesible el retorno al seno trinitario. Tan palmaria es esta unión que Agustín logra usarla de clave para comprender tanto Mt 25 como Hch 9:

si nos fijamos en nosotros mismos, si pensamos que somos su cuerpo, también nosotros somos Él (quia et nos ipse est). Pues si nosotros no fuésemos él, no serían verdad las palabras: lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40) Si nosotros no fuésemos él, no serían verdad las palabras: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Luego también nosotros somos él, porque somos sus miembros, porque somos su cuerpo, porque él es nuestra cabeza , porque el Cristo entero lo forman la cabeza y el cuerpo.[42]

Es curiosa la formulación recurrente: nosotros somos Él. La pluralidad de sujetos, el nosotros humano, se identifica sin más con el Resucitado, como si encontrara en Él el punto de apoyo hipostático que la fenomenología le niega en sentido estricto al Yo plural de la comunidad.[43] Esta cuestión de la hipóstasis es muy oportuna, porque el núcleo de cuanto nos ocupa ahora hunde sus raíces en la mismísima unión hipostática. Según T. van Bavel el lugar desde el cual se proyecta la imagen del totus Christus en Agustín es la unión personal del Verbo hecho carne. [44] Aquí nace la fuerza de su eclesiología, por la que Cristo en tanto cabeza está siempre presente y activo en su cuerpo, la Iglesia: “la Iglesia y Cristo forman una sola persona”.[45]

y nos incorporase a él, haciéndonos miembros suyos de modo que también nosotros, en él, fuéramos Cristo… Es, pues, claro que nosotros somos el Cuerpo de Cristo ya que todos recibimos la unción; y en este Cuerpo todos somos de Cristo y todos somos Cristo, porque en cierto modo el Cristo entero lo constituyen la Cabeza y el cuerpo.[46]

El modo cristiano de existencia deificada parece corrida en su eje hacia la inmanencia de Cristo, por pura iniciativa suya. El pondus del Pneuma hace que el cristiano sea en Él, y donde el nosotros encuentra su lugar donde engarzar. Esta inclusión emblemática alcanza su máxima expresión en el comentario a Jn 17, en la oración sacerdotal, donde las fórmulas de inmanencia mutua forman un particularísimo juego de imbricaciones entre el nosotros humano y el Nosotros divino. Allí asistimos a una formulación en línea con las anteriores, pero que presenta una originalidad definitiva: “En efecto, ¿qué significa «Y en favor de ellos me santifico a mí mismo», sino «los santifico en mí mismo, pues también ellos mismos son yo» ?.[47]

Agustín pone en boca de Jesús la forma invertida de identidad cruzada: “ellos mismos son yo”. El sentido de la consagración pascual (a favor de ellos me santifico) será entonces el de la existencia comunitaria enhipostasiada en su persona. Estamos a pocos versículos del célebre: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17, 21). El fundamento máximo de la perijóresis trinitaria oficia de contexto próximo de esta asimilación recíproca y (asimétrica) de identidades propias del Cristo total.

3. Transubstanciados

En su Tesis de ontología trinitaria al final del apartado dedicado a la analogía de lenguaje - analogía del ser (t.23) Klaus Hemmerle hace una mención muy sugerente: «la sustancia está allí para la transubstanciación, para la comunión».[48] Esta frasecorona la línea argumental que estructura nuestro artículo. ¿Por qué? Porque propone esta intuición como un elemento universal aplicable a todo lo existente. Una lógica eucarística que sintetiza atrayendo a los entes hacia la plenitud escatológica del ser a través del devenir. Pero no cualquier devenir sino uno pascual, que amalgama en Cristo de modo hipostático la gracia con la libertad humana hasta transfigurarla en agape, del cual y en el cual vivimos todos los que peregrinamos hacia Dios.

La densidad de la formulación contiene muchas claves prometedoras para una antropología de cuño sinodal, pues en la evidente evocación eucarística resume en sí la intersección de la eclesiología con la escatología, las coordenadas que mencionamos al inicio de nuestro recorrido. Veamos juntos entonces los elementos que emergen de esta asociación.

3.1.El hombre hecho a imagen del Dios cordero

Es Bulgakov quien nos hace llegar la potente noción de la dimensión oblativa de Dios desde antes de la creación del mundo. La intimidad Trina celebra esta eucaristía permanente en una continua kénosis de entrega recíproca que funda la plenitud de la cual y hacia la cual todo brota. Por eso es que la Eucaristía resulta tan rica a la hora de reflejar la identidad escatológica del hombre y de la creación entera, que el teólogo ruso interpreta como su esposa.[49]

Es Bulgakov quien nos hace llegar la potente noción de la dimensión oblativa de Dios desde antes de la creación del mundo. La intimidad Trina celebra esta eucaristía permanente en una continua kénosis de entrega recíproca que funda la plenitud de la cual y hacia la cual todo brota. Por eso es que la Eucaristía resulta tan rica a la hora de reflejar la identidad escatológica del hombre y de la creación entera, que el teólogo ruso interpreta como su esposa.[49]

Estamos creados a imagen y semejanza de Dios, ciertamente. ¿Pero de qué Dios? ¿Zeus? ¿Odín?, ¿Quetzalcóatl? ¿Yahveh sin más? No es un Dios que se envuelve en la luz inaccesible de su misterio apofático. Tampoco uno estático, ensimismado que se recluye fuera de la historia, sino uno que más bien la motoriza desde su propia entrega pascual, escatológica y eucarística. Un Dios que rige el mundo entregándosele, y cuya entrega continua resulta el verdadero punto de apoyo de todo lo existente.

La cita de Agustín resume las identidades cruzadas en juego: la divina, con su componente de eterna novedad, y la nuestra. Pero también sanciona la vida espiritual como proceso, pues expresa como mandato la tarea de configurarse con esa misma entrega. «Sean lo que ven», con la fuerza performativa que caracteriza a la Palabra en el evangelio: «Lázaro, ven afuera» (Jn 11,44); «Levántate, toma tu camilla y vete» (Mc 2,11). Y solo en la eucaristía se puede concebir esta comunión definitiva y en devenir al mismo tiempo. La comunión que adviene desde el futuro como don anticipado, como prenda de la gloria futura y como gracia dada, como misterio en el cual nos asumimos, y la comunión como movimiento exodal, como decisión que atraviesa la historia en cada instante en un modo propio de Jesús.

Así las cosas, que el hombre sea entregándose,[50] y así logre avanzar hacia la comunión adveniente, permite asomarse al proceso interior de transformación ontológica que subyace inadvertidamente a los diversos procesos “sinodales”. Por esto, lejos de ser una mera reestructuración de métodos comunicacionales, o bien un cambio serio en la agenda o en los organigramas de cada iglesia local y mundial, la sinodalidad supone un cambio estructural no cosmético, una redefinición ontológica en cada creyente que se juega en la intersección de las coordenadas escatológica y eclesial. Tal transformación interna sigue la lógica de la acción de la gracia que Oriente siempre comprendió bajo el término divinización o theosis,[51] y que Agustín asume bajo esta forma tan pertinente del Cristo total, con su valencia eucarística.

3.2.Estar en Dios como modo pleno de estar en sí

Una antropología entendida en clave eucarística asume que el nuevo punto último de subsistencia no es ya sí mismo sino la hipóstasis del mismo Hijo. Si el bautismo supone un salto del ser en sí a ser en sí siendo en Dios, es que hay una traslación muy sacramental que le lleva a desplegar su existencia arraigado y arraigando en Aquel que a la vez se ofrece, y lo hace bajo apariencia de pan.

Y esto supone recuperar y refrescar la lindísima teología de la vida cristiana entendida como divinización y transfiguración tanto pasiva como activa. Pasiva porque el pondus es un movimiento -epiclético- de atracción propio del Espíritu, y activa porque el mismo pondus nos lleva a vivir esta traslación en la caridad constante. Una estupenda respuesta a la sed de trascendencia de los cristianos posmodernos que asfixiados ya de tanto inmanentismo y estrechez de miras necesitan recuperar la mirada cristiana de la historia que desde las entrañas del aquí y ahora se convierte en transhistoria, tanto cuanto decide vivir a la altura de la pascua que le da identidad y horizonte. Es, como dice Hemmerle, la misma estructura lúdica del presente que repercute en la identidad como incremento.[52] Un incremento en el ser que se juega en la entrega, al ritmo del venga a nosotros tu reino.

Lo cierto es que sin anclar el corazón en el fin del camino y en su promesa que está viniendo, lo provisorio puede fácilmente revestirse de definitivo y opacar su sacramentalidad de la comunión escatológica, la única que realmente sacia. Sostener el todavía no en la tensión con el ya permite reconciliarse con lo finito, lo quebrado, lo desilusionante y hasta con el escándalo de la carne de la Iglesia que es también carne de Cristo.[53]

3.3.Enraizados en su cuerpo

En la pascua Cristo muere él y resucita nosotros. Muere el sujeto Jesús de Nazareth en su singular humanidad histórica y al resucitar su misma hipóstasis se dilata para hospedar a la creación entera. Y su carne se vuelve cuerpo social, en el que todos cabemos. Esta y no otra es la implicancia de la teología del Cristo total: la de una comunión que nos precede, nos es dada y nos oficia de anfitriona. De hecho, todo lo escrito sobre el subsistit in del Reino en la Iglesia en de LG 8 puede ser leído a la luz de cuanto venimos diciendo.

El hecho de que la comunión nos sea dada por gracia y que nos alimentemos de ella, parece el antídoto ante cualquier intento pelagiano e inmanentista[54] de construir desde cero una unidad eclesial del tipo asociacionista. Suponer que la comunión eclesial es en última instancia el resultado de nuestros caminos sinodales, nuestras asambleas interminables y nuestras encuestas en Googleform es darle al proyecto pies de barro y renegar de la comunión ontológica que nos viene por la hipóstasis del Hijo, que nos antecede y que nos habita al modo también tan agustiniano del interior intimo meo et superior summo meo.[55] Dicho de otro modo: la comunión escatológica nos trasciende hacia el futuro porque hacia ella caminamos y porque también viene a nosotros, pero nos trasciende también “hacia el interior de cada uno” en la medida que el fundamento mistérico de esa comunión es la misma gracia y cuerpo en el que estamos injertados.

Por este mismo motivo, creo que vale la pena reparar en lo siguiente: la realización eucarística personal se dará siempre en tanto y en cuanto se abra a la comunión del cuerpo social en el que se está entretejido. La hipóstasis del Hijo en la que nuestra vida se transfigura y de la que viene toda novedad se nos vuelve accesible solo eclesialmente, de modo que nos trascendamos verticalmente en la capacidad de vincularnos horizontalmente con aquellos que son, de nuevo, la carne de la Iglesia – la carne de Cristo.

La teología simbólica, tan pneumatológica y adaptada para esta época,[56] viene en nuestro auxilio. Apliquemos la muy tomista conversio ad phantasmata y volvamos a los sentidos: basta observar la forma consagrada para captar en simultáneo la limitación “accidental” extrema de un pan -que a duras penas es pan- y la comunión escatológica, trinitaria, pascual, escatológica y eclesial de la cual nos alimentamos. La distancia entre lo que captan los sentidos y lo que la fe nos revela no puede ser más radical. Y sin embargo, allí están: una en otra, una para la otra. La irrelevancia pública de la Iglesia contemporánea, su virtud escondida y su incomprensión del nudo gordiano de la posmodernidad, su lenguaje inadecuado y anodino y sus interminables torpezas morales se reconocen en lo humanamente insulso e insípido de una hostia. Lo que la fe muestra en cambio es aquello por lo que nuestro corazón se inquieta: la comunión que nos atrae, que se nos adelanta, que ya somos y que nos impulsa hacia la meta.

Conclusión

«Si se comprende la eucaristía, se comprende todo»,[57] dice Christophe. Qué esperanzador y esclarecedor resulta contemplarnos en el espejo eucarístico para entender qué tan lejos y tan cerca estamos del fundamento de la sinodalidad: vivir anclados (hipostasiados) en lo que nos espera mientras vamos (trans) de camino, dejándonos atraer por el Espíritu (pondus) y ofrendándonos en cada instancia (Cf. Ro 12, 1) para que venga a nosotros su Reino. Habitando ya en él, enraizados en la iglesia donde este este subiste (LG 11), y en quien podemos decir asombrados junto con Agustín: «Alegrémonos y demos gracias porque no solo fuimos hechos cristianos, sino que fuimos hechos Cristo».[58]

Bibliografía

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Notas

[1] Christophe Lebreton, El soplo del don. Diario del Hno. Christophe, monje de Thibirine (Burgos: Monte Carmelo, 2002), 56.
[2] Agustín de Hipona, Sermón 272.
[3] «dame lo que mandas y manda lo que quieras». Agustín de Hipona, Confesiones X, 29, 40.
[4] Henri de Lubac, Le Mystère du surnaturel (Paris: Cerf, 2000), 217.
[5] Sobre el “logos eucarístico” Catherine Pickstock, Más allá de la Escritura. La consumación litúrgica de la filosofía (Barcelona: Herder, 2005), 345-351.
[6] Cf. Ysabel de Andia, Homo Viator. antropología del camino espiritual (Madrid: BAC), 2017.
[7] Cf. Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática III (Madrid: UPCO, 2007), 548-664.
[8] Cf. Gudiel García SJ, «Sinodalidad y escatología desde los últimos» en: https://jesuitas.lat/noticias/16-nivel-3/7843-sinodalidad-y-escatologia-desde-los-ultimos, consultado en línea el 27 de septiembre de 2023.
[9] Cf. Jurgen Moltmann, Teología de la Esperanza (Salamanca: Sígueme, 1966); El Dios crucificado, (Salamanca: Sígueme, 1975).
[10] Josefina Llach, «Adorar la pequeñez de Dios, adorar su compañerismo» en Criterio 27-10-1994, 579-581.
[11] Cf. Emilio Justo, Después de la modernidad. La cultura posmoderna en perspectiva teológica (Maliaño: Sal Terrae, 2020), 27-30.
[12] Cf. Antonio Milano, Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristianesimo antico (Bologna: EDB, 2017). También Gisbert Greshake, El Dios uno y trino. Una teología de la Trinidad (Barcelona: Herder, 2001),101-214; Hans-C. Schmidbaur, Personarum Trinitas. Die trinitarische Gotteslehre des heiligen Thomas von Aquin (St Ottilien: Eos verlag, 1992).
[13] Josep María Rovira Belloso, «Personas divinas. Historia del término persona: su aplicación a la Sma. Trinidad» en Diccionario teológico El Dios Cristiano, dirs. X. Pikaza-N. Silanes (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1992), 1095-1109.
[14] César Redondo Martínez, «Ontopersonología trinitaria», Lateranum LXXXIX/1 (2023) 31-64,41.
[15] Cf. Ibid, 42.
[16] Ibid., citando a Maurice Nédoncelle, Vers un philosophie de l’amour et de la persone (Paris: Aubier, 1957), 247.
[17] Ibid., 43
[18] Cf. Piero Coda, «Alcune riflessioni sul conoscere teologico nella prospettiva del carisma dell’unità», Nuova Umanità 21 (1999) 206.
[19] Cf. Kathryn Tanner, «Social Trinitarianism and its Critics» en Rethinking Trinitarian Theology. Disputed Questions And Contemporary Issues in Trinitarian Theology, eds. R. Wozniak -G. Maspero (New York: T&T Clark, 2012) 368-386.
[20] Cf. Bernd Hilberath, «Pneumatología» y «Gracia» en Manual de Teología Dogmática, dir. Theodor Schneider (Barcelona: Herder, 1996), 509-618 y 619- 664.
[21] Cf. Juan. L. Ruiz de la Peña. El don de Dios. Antropología teológica especial (Maliaño: Sal Terrae, 1992); también: Ulli Roth, Gegenwärtig Glauben Denken. Systematische Theologie. Band 8: Gnadenlehre, (Paderborn: Ferdinand Schöningh, 2008).
[22] Cf. Ángel Cordovilla Pérez, «Gracia sobre Gracia. El hombre a la luz del misterio del Verbo encarnado», en Teología y nueva evangelización, ed. Gabino Uribarri (Bilbao: DDB, 2005), 126.
[23] Cf. Peter Hünermann, El hombre según Cristo hoy. La Antropología del papa Francisco (Madrid: San Pablo, 2018), 35- 41.
[24] Cf. Ignazio Sanna, L’identità aperta. Il cristiano e la questione antropologica (Brescia: Queriniana, 2006).
[25] Cf. Christoph Betschart, L'umano, immagine filiale di Dio (Brescia: Queriniana, 2022), 297-334.
[26] Cf. Giulio Maspero, «Redes y relaciones: lo cósmico y lo humano en diálogo» en SAT, ¿Dónde estás? Ser humanos en este mundo. Teología, humanidad y cosmos (Buenos Aires: Agape Libros, 2018), 25-54. También Pierluigi Sguazzardo, Sant’ Agostino e la teologia trinitaria del XX secolo (Roma: Città Nuova, 2006) y Vincent Holzer, «Trinitè et analogie chez Hans Urs von Balthasar: le statut trinitaire de l’amour comme “trascendental pur et simple”» en Les sources du renouveau de la theólogie trinitaire au XXe siècle, dir. Emmanuel Durand-Vincent Holzer (Paris: Cerf, 2008) 253-282.
[27] Agustín de Hipona, La Trinidad VIII, 8,12; Cf. Piero Coda, Sul luogo della Trinità. Rileggendo il De Trinitate di Agostino (Roma: Città Nova, 2008).
[28] Escuela Social- CEBITEPAL, Antropología trinitaria para nuestros pueblos (Bogotá: CELAM, 2015); Escuela Social-CEBITEPAL, Antropología trinitaria en clave afro-indo-latinoamericana y caribeña (Bogotá: CELAM, 2018); Alejandro Bertolini -Lucas Cerviño (coords.) Antropología trinitaria. Hacia una cultura del encuentro (Bogotá: CELAM, 2019); Alejandro Bertolini-Lucas Cerviño (eds.), La conformación de la unidad plural. Homenaje a J. C. Scannone SJ. (Bogotá: CELAM, 2023).
[29] Cf. Sergei Bulgakov, Du Verbe incarné. L’Agneau de Dieu. La sagesse divine et la Theántropie (Lausanne: Editeurs Réunis, 1982).
[30] Cf. Edith Stein, «La colaboración de los centros conventuales en la formación religiosa de la juventud» en Id., Obras completas II (Victoria-Madrid-Burgos: Ediciones El Carmen-Editorial de Espiritualidad-Editorial Monte Carmelo, 2002-2004), 133. También: Alejandro Bertolini, «Formar para la entrega Empatía, Trinidad y Educación según Edith Stein» en Steiniana. Revista de estudios interdisciplinarios 1 (2017) 9-27.
[31] Cf. Alejandro Bertolini, «Trinitarización, o la novedad escatológica del Nosotros eucarístico» en Antropología trinitaria. El Nosotros -Pueblo y la mística trinitaria, ed. Susana Nuin (Bogotá: CELAM, 2022).
[32] Agustín de Hipona, Confesiones I, 2, 2.
[33] Ibid., XIII, 9. 10
[34] Agustín de Hipona, Comentario literal al Génesis, 1.4.
[35] David Meconi, The One Christ. Augustine’s Theology of Deification (Catholic University of America Press: Washington DC, 2013), 28.
[36] Agustín de Hipona, Comentario al salmo 23, 2.
[37] Ibid., 1, 6.
[38] Agustín de Hipona, Sermón 380,2.
[39] Cf. Ciril Sorc, «Die pericoretische Auffasung der Person» en Id., Entwürfe einer perichoretischen Theologie (Munster: Lit Verlag, 2004) 121-140.
[40] Cf. Ignacio López, Ama y haz lo que quieras. Elementos para el estudio del amor en Agustín de Hipona (New York: Peter Lang, 2022), 24-32.
[41] Agustín de Hipona, Sermón 23,2.
[42] Agustín de Hipona, Sermón 133,8.
[43] Cf. Edith Stein, Beiträge zur philosophischen Begründung der Psycologie und der Geistes-wissenschaften, ESGA 6 (Freiburg, Basel, Wien: Herder, 2010) 124; Alejandro Bertolini, Empatía y Trinidad en E. Stein. Fenomenología, Teología y Ontología en clave relacional (Salamanca: Secretariado Trinitario, 2013) 117-120.
[44] Tarcisius van Bavel, «The “Christus Totus” Idea: A Forgotten Aspect of Augustine’s Spirituality» en Studies in Patristic Christology, ed. T. Finan -V. Twomey (Dublin: Four Courts Press, 1998), 84-94.
[45] Cf. Agustín de Hipona, La predestinación de los santos, 15, 31.
[46] Agustín de Hipona, Comentario al Salmo 26, 2. 2.
[47] «quoniam in me etiam ipsi sunt ego» Agustín de Hipona, Tratado sobre el evangelio de Juan, 108. 5.
[48] Klaus Hemmerle, Tras las huellas de Dios. Ontología trinitaria y unidad relacional (Salamanca: Sígueme, 2005), 59.
[49] Sergei Bulgakov, L’ Épouse de l’Agneau. La création, l’homme, l’Eglise et la fin (Paris: Editeurs Réunis, 1984).
[50] «La encarnación de Dios es, por ello, el caso irrepetiblemente supremo de la realización esencial de la realidad humana. Y tal realización consiste en que el hombre es en tanto se entrega», Karl Rahner, Escritos de Teología IV (Madrid: Ediciones Cristiandad, 2002), 136.
[51] Cf. Pedro U. López de Meneses, Theosis. La doctrina de la divinización en las tradiciones cristianas (Navarra: EUNSA, 2001).
[52] K. Hemmerle, Tras las huellas de Dios …, 55.
[53] Cf. J-M. Tillard, Carne de la Iglesia, carne de Cristo. Eclesiología eucarística de comunión, Sígueme, Salamanca, 2007.
[54] El pelagianismo es siempre inmanentista pues entiende la gracia solo como gracia creada y totalmente asimilada a la libertad humana, y no como una relación personal con Dios.
[55] Agustín de Hipona, Confesiones, III, 6, 11
[56] Cf. Víctor Codina, El espíritu del Señor actúa desde abajo (Maliaño: Sal Terrae, 2015).
[57] Christophe Lebreton, El soplo del don, 51.
[58] Agustín de Hipona, Tratado sobre el evangelio de Juan, 21.8.
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