Notas bibliográficas

John W. O’Malley SJ., El Vaticano I. El Concilio y la formación de la Iglesia ultramontana, Sal Terrae, Santander, 2019, 311 pp.

Ricardo Miguel Mauti
Facultad de Teología. Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 58, núm. 136, 2021

revista_teologia@uca.edu.ar



“El pasado nunca está muerto. Es más, ni siquiera es pasado”. La frase de William Faulkner, poeta, narrador estadounidense y premio Novel de literatura en 1949, ha sido citada en otras oportunidades por el autor. John W. O’Malley, SJ., profesor del departamento de teología de la Universidad Georgetown (Washington), no necesita presentación. Su trayectoria y reconocimiento mundial como investigador y divulgador de la historia de la Iglesia hacen honor al exergo. Aunque el tema del Vaticano I no estaba en un principio en sus planes, luego de haber dedicado dos volúmenes a los Concilios: Vaticano II (2008) y Trento (2013), por una iniciativa de sus amigos que lo animaron a completar la trilogía aceptó el desafío (p. 295). Un primer hecho debe notarse, y es que a diferencia de la mayoría de las historias del Concilio Vaticano II, la escrita por O’Malley con el título ¿Qué pasó en el Vaticano II? dedica un extenso capítulo al “largo siglo XIX”, en particular al escenario político y eclesiástico que determinó el Vaticano I. Con este adelanto, puede pensarse que el terreno investigativo ya estaba preparado para la empresa. Pero si se revisa con detenimiento el aparato bibliográfico del capítulo de esa obra y la que ahora presentamos distanciadas en diez años, se advierte que el autor ha ampliado de manera considerable sus fuentes. Siempre es posible progresar en el conocimiento histórico e interpretación de los datos, pero hay temas que tienen sus clásicos. En ámbito científico nadie discute hoy el aporte de Hubert Jedin, para sacar a la luz el Concilio de Trento, ni el de Joseph Lortz, para una nueva comprensión ecuménica de Lutero y la Reforma en Alemania. John W. O’Malley al escribir su Vaticano I. El Concilio y la formación de la Iglesia ultramontana, recurre a cuatro obras en las que reconoce haberse basado de manera sustancial: los tres volúmenes de Giacomo Martina sobre Pio IX (Roma, 1974-1990), la obra fundamental, también en tres volúmenes de Klaus Schatz, Vaticanum I (Paderborn, 1992-1994), los dos volúmenes publicados en 1930 por el benedictino inglés Dom Cuthbert Butler, The Vatican Council, 1869-1870, basados en el epistolario del obispo de Birmingham, William Bernard Ullathorne (uno de los representantes de la minoría antiinfalibilista) y la genial síntesis de Roger Aubert, Le Pontificat de Pie IX (1846-1878), aparecida en 1962, que integra como volumen XXI la monumental obra Histoire de L’Eglise, dirigida por Augustin Fliche y Victor Martin (p. 20). El autor expresa así el objetivo del libro: “espero que también los teólogos e historiadores profesionales puedan aprovechar un poco la visión de conjunto que trato de ofrecer en estas páginas” (p. 264, n. 17). Para ello, la obra se ofrece como una excelente introducción que conjuga sistematicidad, ágil narrativa y detallada documentación (300 notas), cualidades que el lector no especializado, pero interesado en la actualidad de las investigaciones históricas siempre agradece. La obra está dividida en cinco capítulos, titulados: el catolicismo y el siglo de las luces (1), el movimiento ultramontano (2), vísperas del Concilio (3), en marcha hacia la constitución Dei Filius (4), y la infalibilidad (5); se completa con un apéndice con la versión en español de la constitución Pastor Aeternus, junto a una actualizada bibliografía de fuentes primarias y bibliografía secundaria. Tal como señala el autor, la aparición y el rápido desarrollo del movimiento ultramontano son perfectamente comprensibles: “ningún acontecimiento del siglo XIX es más importante para comprender el Vaticano I que la forma en que tras el Congreso de Viena, el fervor ultramontano se propagó por la Iglesia y conquistó las mentes y los corazones de obispos, teólogos y católicos ordinarios” (p. 59). Una presentación sintética del núcleo hermenéutico que O’Malley, en línea con reconocidos autores (arriba citados), asume para la interpretación histórico/teológica del Vaticano I, es clave para valorar la compleja asunción llevada a cabo por el Vaticano II, como para la correcta recepción de éste en la vida de la Iglesia actual. Con el objeto de resaltar el aporte histórico en este punto, nos detendremos en los capítulos 2 y 5, señalando –al menos a grandes rasgos- el modo con que el autor ve desarrollarse la “formación de una iglesia ultramontana” que cristaliza en la declaración del dogma de la “infalibilidad”, gestando a partir de allí una conciencia común en la fe popular: la idea de una “Iglesia papal” que ha pasado a formar parte del imaginario católico. El clima ultramontano que acompañó el proceso y que en cierto sentido provocó la definición del primado pontificio en 1870, imprimió su sello en la visión católica del papado a tal extremo que prácticamente se identificó con ella. La mentalidad católica -incluso a nivel de las reacciones espontáneas de muchos episcopados- llegaron a proyectar sobre el papa una mirada cargada de connotaciones religiosas, políticas o simplemente afectivas, que no siempre han permitido delimitar con claridad cuáles eran las características esenciales de la función del obispo de Roma. El término “ultramontano” señala el autor, tuvo un largo itinerario semántico. Durante la Edad Media, refería a un inofensivo sentido geográfico, para describir a un papa no italiano procedente del norte de Europa (“más allá de la montaña”), ya en época Moderna se percibe un desplazamiento de significado, al referir a aquellos que apoyaban la autoridad papal en contra del galicanismo (p. 60) Pero, en cualquier caso, fue durante el siglo XIX que el ultramontanismo polarizó su autocomprensión, cuando se limitó no solo a exaltar simplemente la autoridad papal, sino que vinculó de manera intrínseca la infalibilidad a dicha autoridad. Siendo de hecho un proceso que tuvo a Francia como epicentro, fue sin embargo un fenómeno paneuropeo, exportado principalmente por las misiones católicas del siglo XIX, con su característico sello colonialista y romano. En la gestación de esta forma mentis que llega al paroxismo devocional al afirmarse: “cuando el papa medita, es Dios quien piensa con él”, o como refiere Butler citando a “himnos litúrgicos en los que Deus es sustituido por Pius”, debe reconocerse que esta cultura de “devoción papal” no fue improvisada y por lo mismo, tuvo numerosos afluentes. En campo intelectual colaboraron diversos actores: teólogos, filósofos, políticos, novelistas y artistas, que enrolados en el romanticismo propugnaban entre otros motivos, el ideal restaurador del paradigma de cristiandad medieval, considerándolo como el mejor antídoto a los embates de la modernidad. El conde francés Joseph Marie de Maistre que en 1819 publica su obra Du Pape, fue quien lanzó a la plaza pública la cuestión hasta el momento académica de la infalibilidad papal, considerando que era el único fundamento sobre el que se podía reconstruir la sociedad y garantizar la paz. El abad de Solesmes Prosper Guéranger se enroló entre los ultramontanos con sus aportes científicos sobre la “liturgia romana”, en gran medida inficionados de una apologética, que buscaba contraponer a las tendencias galicanas y las liturgias locales la uniformidad del “único” rito. Dos conversos del anglicanismo, el inglés Edward Manning que llegó a ser arzobispo católico de Westminster y el irlandés William Ward, fueron los abanderados de la definición de la infalibilidad papal en el Reino Unido. Ambos consideraban que las encíclicas y otros documentos de la Santa Sede debían gozar de este atributo, aunque en el caso de Ward, más extremista, sostuvo después del Concilio, que el alcance de la infalibilidad papal debía extenderse a las “verdades de la ciencia y de la historia” (pp. 63, 73, 80-81). Sin embargo, sobre todos estos actores, fue Giovanni Maria Mastai-Ferretti, (1792-1878) quien ocupará el lugar principal. Los papas que convocaron concilios tuvieron invariablemente una importante influencia en el resultado de los mismos. Pío IX no fue la excepción, su pontificado, el más largo de la historia (1846-1878), estuvo jalonado por innumerables acontecimientos con alcances y resultados de diversos signos, tanto políticos como eclesiásticos. La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, la redacción del Syllabus de errores y la convocatoria del Concilio Vaticano I, hacen de él un papa extraordinariamente importante y generaron una inmensa documentación relacionada directa o indirectamente con él. Además, como monarca de los Estados Pontificios, sus relaciones con líderes de otras naciones le hicieron desempeñar un papel de primera línea en la historia de Occidente del siglo XIX. Para la historia italiana de ese siglo significó el obstáculo más prestigioso e inflexible a la unificación del país, que al final tuvo lugar en 1870 con la toma de Roma. O’Malley no calla hechos sombríos como el “caso Mortara” que suscitó un interés internacional y contribuyó a que la atención pública se centrase con mayor intensidad en Pío IX. Sólo el tiempo y una mentalidad ultramontana pudieron arrojar al olvido el hecho de que, en 1858 la policía papal separara a la fuerza de su familia a un niño judío de seis años llamado Edgardo Mortara, basándose en que una criada cristiana lo había bautizado en secreto, dado que las leyes de los Estados Pontificios prohibían que los niños cristianos fuesen educados por padres no cristianos. A pesar de la reacción de la prensa internacional: veinte artículos aparecidos en diciembre de aquel año en The New York Times, y los análisis publicitados desde Inglaterra por The Spectator, señalando que los Estados Pontificios poseían “el peor gobierno del mundo: el más insolvente y arrogante, el más cruel y pernicioso”; Pío IX sorprendido ante semejante reacción, no sólo se negó a tomar medidas, sino que alegó no tener más remedio que seguir su conciencia (p. 99). Estos datos recogidos a manera de ejemplo, y profundizados desde múltiples fuentes, son leídos y expuestos por el autor desde la clave hermenéutica enunciada en el subtítulo de la obra. El complejo contexto histórico, provocó que durante décadas casi todas las afirmaciones sobre este papa fueran tendenciosas en un sentido u otro. Como bien señala O’Malley, fue recién a partir de 1952, que el gran historiador de Lovaina Roger Aubert, ofrecerá gracias a una metodología más sólida, un mayor dominio de las fuentes, junto a un enfoque más desapasionado, una nueva visión sobre su figura, lo cual permitió abrir caminos promisorios a la historiografía en la revisión de las importantes consecuencias de su pontificado (pp. 13-22). Pero como es normal en la vida de la Iglesia, cuando de releer la historia se trata, también los grandes personajes del pasado reviven en el presente con nuevos juicios sobre ellos. En efecto, la “cuestión” de Pío IX, volvió a ocupar el centro de atención, no solo en ámbito académico sino también periodístico, al ser anunciadas las beatificaciones conjuntas de Pío IX y Juan XXIII, por Juan Pablo II para el 3 de septiembre del 2000. El 8 de julio del 2000, el prestigioso semanario católico inglés The Tablet publicó un editorial: “una beatificación que va demasiado lejos…tan solo podemos comprenderla como una decisión política destinada a poner un contrapeso conservador y reaccionario a la beatificación de Juan XXIII”, en línea: https://www.americamagazine.org/issue/378/article/beatification-pope-pius-ix). Evidentemente, como era de suponer, la polémica no tocó a Juan XXIII, el papa que había convocado el Vaticano II, sino a Pío IX, el papa que había “interrumpido hasta nuevo aviso el Vaticano I”. En aquel momento en medio de álgidas discusiones entre una mayoría infalibilista bien organizada y con consenso popular y una minoría antiinfalibista, teológicamente lúcida pero sin demasiado poder de acción, algunos de cuyos representantes abandonaron la asamblea, en medio de una “tormenta infernal” y el avance de las tropas italianas agazapadas ante Porta Pia, son algunas de las causas del interrumpido Vaticano I. Solo una ironía de la historia y los misteriosos caminos que el Espíritu de Dios recorre en sus repliegues, permiten comprender algo de la lógica por las que los dos concilios del Vaticano, pueden conectarse e interpretarse mutuamente, más allá de sus manifiestos contrastes y acentos opuestos. El tema posee relevancia histórica y eclesiológica, pero no menos ecuménica y pastoral. Como se advierte en una lectura reposada del libro, el lugar central del papado en el Vaticano I, tuvo una gestación remota y compleja, quedando ligado por múltiples causas a una “recepción direccionada” de su definición. En este contexto, puede decirse que a 150 años de aquella definición que parecía inaugurar una época donde en la Iglesia, los Concilios ya no serían necesarios, hoy, a casi 60 años de la apertura del Vaticano II por Juan XXIII, cuya convocatoria “concluyó oficialmente el Vaticano I” (p. 259), el tema central de aquella lejana asamblea permanece abierto y actual. Tanto para las iglesias cristianas que aspiran a la comunión plena, como para la Iglesia católica, que necesita revisar de manera urgente la forma del ejercicio del primado, de modo que sirva eficazmente al restablecimiento de la unidad de la una y múltiple iglesia de Jesucristo, el vínculo de ambos concilios, son hoy más interpelantes que en épocas pasadas. No es de extrañar que el autor termine su obra lamentando no haber podido consultar el último libro de John R. Quinn: Revered and Reviled: A Re-Examination of Vatican Council I (New York: 2017). El difunto arzobispo de San Francisco, otrora presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, se había ganado un lugar en la literatura teológica ecuménica, con su obra: The Reform of the Papacy. The costly call to Christian Unity (New York: 1999). Allí había asumido de manera creativa el desafío planteado por Juan Pablo II, para que pastores y teólogos de diversas iglesias buscaran juntos formas con las que el ministerio petrino pueda realizar más eficazmente un servicio de fe y amor reconocido por unos y otros (cf. UUS 95). Como bien señala O’Malley “si por historia entendemos el relato de cómo los católicos hemos terminado siendo lo que somos, el relato del Concilio Vaticano I es la historia de cómo, en un lapso relativamente corto de tiempo, la Iglesia católica adoptó una actitud nueva y claramente centrada en el papa, actitud que hoy suele designarse con el calificativo de ultramontana”. En línea con la propuesta de Juan Pablo II y el reconocimiento de Francisco de que en este tema “hemos avanzado poco” (EG32), la obra de O’Malley se ofrece como un importante aporte a seguir pensando que la “conversión del papado”, pasa en gran medida por una nueva recepción del Vaticano I.

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