Artículos

Elogio de las instituciones improductivas Jean-Jacques Rousseau y la cultura del pueblo-nación

Praise of unproductive Institutions Jean-Jacques Rousseau and the Culture of the People-Nation

Francesco Callegaro
UNSAM - LIER-FYT, EHESS, Paris, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 58, núm. 136, 2021

revista_teologia@uca.edu.ar

Recepción: 04 Abril 2021

Aprobación: 05 Junio 2021



DOI: https://doi.org/10.46553/teo.58.136.2021.p205-214

Resumen: Jean-Jacques Rousseau sigue siendo considerado el filósofo político que desarrolló de antemano los fundamentos teóricos de la Revolución Francesa, al definir la voluntad general como el resorte contractual de la República de los derechos humanos. Contrariamente a esta opinión establecida, mostramos aquí cómo la figura insólita del gran legislador permite abrir una brecha en la construcción lógica el contrato social, desde la cual se vislumbra otra perspectiva sobre el pueblo y la política, más cercana a una mirada sociológica. Desde la brecha abierta por el gran legislador, el pueblo deja de ser, en efecto, una entidad abstracta construida por el mecanismo de la representación, para aparecer más bien como un sujeto histórico concreto cuyo secreto reside en las instituciones que la racionalidad utilitarista moderna considera improductivas, mientras contribuyen de manera decisiva a moldear los espíritus y los conductas, es decir, la cultura política de una nación sin la cual la posición reflexiva de las leyes en vista del bien común es por completo imposible.

Palabras clave: Rousseau, Pueblo, Legislador, Institución, Cultura.

Abstract: Jean-Jacques Rousseau is still considered the political philosopher who developed in advance the theoretical foundations of the French Revolution, by defining the general will as the contractual spring of the Republic of human rights. Contrary to this established opinion, we show here how the unusual figure of the great legislator makes it possible to open a gap in the logical construct of the social contract, from which another perspective on the people and politics can be glimpsed, closer to a sociological view. From the gap opened by the great legislator, the people ceases to be, indeed, an abstract entity constructed by the mechanism of representation, and appears rather as a concrete historical subject whose secret lies in the institutions that modern utilitarian rationality considers unproductive, while they contribute decisively to shape the minds and the behaviors, that is, the political culture of a nation without which the reflexive position of laws in view of the common good is utterly impossible.

Keywords: Rousseau, People, Legislator, Institution, Culture.

El acto por el cual un pueblo es un pueblo. Así definió Jean-Jacques Rousseau la significación y función del contrato social, en el pequeño tratado que sirvió de manual de acción a los revolucionarios a la hora de pensar y realizar el nuevo orden político-jurídico, moderno y liberal. A la vista de los efectos producidos adentro y afuera de Europa por la Revolución Francesa, con el nacimiento y la difusión de la Republica de los derechos del hombre, puede ser útil e incluso decisivo volver a leer el Contrato Social, si queremos entender el presente interrogando el sentido común que se hizo hegemónico en razón de la circulación internacional de los ideales de la Ilustración. Si bien no se puede por cierto ocultar la diferencia histórico-política entre Europa y América Latina, la existencia de un problema compartido aparece hoy de manera tanto más evidente cuanto que la salida de la dictadura tuvo lugar, en el continente, en nombre de la misma democracia que los intelectuales europeos venían celebrando en su oposición de principio al totalitarismo.

De los dos lados del Atlántico, lo que todavía se llamaba en el siglo XIX el régimen representativo, fruto de la puesta en forma del pueblo que hizo posible la redefinición del contrato social por el abate Sieyès, parece sobrevivir intacto a la serie interminable de crisis que no deja de padecer. Es entonces a partir de la brecha entre el discurso filosófico y su uso ideológico que podemos empezar a medir toda la distancia que separa las indicaciones de Rousseau de las operaciones de la Revolución, entronizadas por los relatos que todavía hoy asocian el surgimiento del pueblo soberano con los dispositivos jurídicos vinculados al mecanismo político de la representación. En la lógica del Contrato Social no había lugar, en efecto, para la representación del pueblo, la idea misma era contradictoria, puesto que el sujeto de la soberanía solo podía ser tal en la medida exacta en que su poder constituyente no podía ser alienado. En este sentido, Rousseau ha mostrado los límites de la democracia como forma de gobierno solo porque ha trasladado la lógica del auto-gobierno al corazón del pacto: el pueblo es pueblo porque se instituye a si mismo, sin ninguna mediación representativa, dándose las leyes que lo hacen ser lo que es y quiere ser.

El acto por el cual el pueblo soberano estaba destinado a emerger en tanto sujeto del poder constituyente debía entonces desarrollarse en otra escena, según Rousseau, una escena liberada de las ficciones teatrales en las que se había desde ya perdido el sentido mismo de la política. Es en esta otra escena, por tanto, donde h

El acto por el cual un pueblo es un pueblo. Así definió Jean-Jacques Rousseau la significación y función del contrato social, en el pequeño tratado que sirvió de manual de acción a los revolucionarios a la hora de pensar y realizar el nuevo orden político-jurídico, moderno y liberal. A la vista de los efectos producidos adentro y afuera de Europa por la Revolución Francesa, con el nacimiento y la difusión de la Republica de los derechos del hombre, puede ser útil e incluso decisivo volver a leer el Contrato Social, si queremos entender el presente interrogando el sentido común que se hizo hegemónico en razón de la circulación internacional de los ideales de la Ilustración. Si bien no se puede por cierto ocultar la diferencia histórico-política entre Europa y América Latina, la existencia de un problema compartido aparece hoy de manera tanto más evidente cuanto que la salida de la dictadura tuvo lugar, en el continente, en nombre de la misma democracia que los intelectuales europeos venían celebrando en su oposición de principio al totalitarismo.

De los dos lados del Atlántico, lo que todavía se llamaba en el siglo XIX el régimen representativo, fruto de la puesta en forma del pueblo que hizo posible la redefinición del contrato social por el abate Sieyès, parece sobrevivir intacto a la serie interminable de crisis que no deja de padecer. Es entonces a partir de la brecha entre el discurso filosófico y su uso ideológico que podemos empezar a medir toda la distancia que separa las indicaciones de Rousseau de las operaciones de la Revolución, entronizadas por los relatos que todavía hoy asocian el surgimiento del pueblo soberano con los dispositivos jurídicos vinculados al mecanismo político de la representación. En la lógica del Contrato Social no había lugar, en efecto, para la representación del pueblo, la idea misma era contradictoria, puesto que el sujeto de la soberanía solo podía ser tal en la medida exacta en que su poder constituyente no podía ser alienado. En este sentido, Rousseau ha mostrado los límites de la democracia como forma de gobierno solo porque ha trasladado la lógica del auto-gobierno al corazón del pacto: el pueblo es pueblo porque se instituye a si mismo, sin ninguna mediación representativa, dándose las leyes que lo hacen ser lo que es y quiere ser.

El acto por el cual el pueblo soberano estaba destinado a emerger en tanto sujeto del poder constituyente debía entonces desarrollarse en otra escena, según Rousseau, una escena liberada de las ficciones teatrales en las que se había desde ya perdido el sentido mismo de la política. Es en esta otra escena, por tanto, donde hace falta instalarse, para entender al Contrato Social más allá de la sombra republicana que lo acompaña. En el camino que nos lleva hacia esta otra escena, podemos confiar en un conductor sin igual. Se trata, por supuesto, de ese « hombre extraordinario » del cual no se sabe muy bien, a primera vista, lo que viene a hacer dentro de un discurso que, en principio, sólo deja lugar a una multitud de individuos recíprocamente dispuestos a reconocer sus derechos y a consagrar en y por la ley aceptada por todos la igual libertad de cada uno. Es el legislador, el « gran legislador », para ser más exactos, antigua figura que Rousseau ha reactivado en el medio del Contrato Social, llegando a ver en él la clave del pacto y el símbolo del pueblo. Todos más uno, tal es la extraña fórmula política sobre la cual hace falta volver a reflexionar, entonces, para aprehender la singularidad de la filosofía política de Rousseau como del tipo de crítica radical del liberalismo que todavía nos permite desplegar, si sabemos escuchar y recibir su mensaje.

Es la propia exigencia de la política moderna, la exigencia de pensar la auto-institución del pueblo, lo que llevó a Rousseau a forzar el marco estrecho del contrato, hasta el punto de cuestionar los fundamentos individualistas de la ciencia política y del derecho que aún hoy orientan nuestra comprensión ingenua de la realidad social y política. Hacer un pueblo real a partir de una multitud ficticia de individuos, tal es el problema inaugural de la modernidad política europea que no ha dejado de volver desde que Hobbes le ha dado, en el Leviatán, su primera y emblemática formulación. La cuestión, para Rousseau también, era entonces de saber cómo una pluralidad de sujetos centrados en sus intereses vitales más inmediatos podía dar paso a la unidad de un colectivo dotado de una voluntad tan propia como irreductible, pues firmemente dirigida hacia al bien común. La voluntad general de un pueblo debía sobrepasar, en efecto, la voluntad de todos, no en el número sino en el contenido: la voluntad misma debía entenderse, según Rousseau, para ser la voluntad de un pueblo digno de este nombre, como la expresión de una disposición fija hacia el bien, la consagración por las leyes de un compromiso moral compartido, susceptible de involucrar a las generaciones todavía por venir, en el futuro indeterminado de la historia.

¿Cómo hacer un todo con todos, si cada uno piensa sólo en sí mismo?

Evidentemente, Rousseau no estaba satisfecho con el juego de manos del contrato: sin un elemento ulterior, susceptible de explicar la elevación moral e intelectual exigida por el pacto auto-instituyente, la alquimia del pacto estaba destinada a engendrar una sociedad disociada, un cuerpo político monstruoso hecho por y para individuos que ignoran hasta la idea del bien común, pues en su corazón no late otra cosa sino el interés por la conservación de si mismos, de su vida y de su propiedad. Era esta la paradoja e incluso la aporía que hacia falta desatar. El contrato social no podía tener éxito, el pacto no podía ser el acto por el cual un pueblo es un pueblo, libre y soberano, si los sujetos convocados a convenir unos con otros en las leyes fundamentales no lograban ir más allá de la escena inmediata en la que aparecen como meros individuos, unidades en el fondo animales sostenidas únicamente por el afán de conservación de su propia vida. A la inversa, si una multitud de individuos puede y logra convertirse en un pueblo es que se trata de una multitud aparente: una pluralidad de sujetos que se creen libres por naturaleza, independientes unos de otros, porque han olvidado los vínculos que los unen, en tanto sobrepasan el plan de los intereses naturales y en primer lugar el interés mismo por la vida como tal.

En el trasfondo del pueblo en proceso de nacer, en un tiempo inmemorial suspendido en el instante fugaz del poder constituyente, Rousseau ha tratado entonces de aprehender la existencia latente de una sociedad invisible, alojada en el inconsciente de los individuos, en tanto condición tacita del contrato explicito. Desde ahí la necesidad lógica y política de un tercero, de una singularidad excedente situada afuera o, mejor dicho, al limite de la serie de los iguales. En el discurso de Rousseau, el legislador surge así como ese Otro respecto al plan igualitario de todos cuya función es revelar la división subjetiva en el corazón de cada individuo: su tarea consiste, en efecto, en recordar los vínculos existentes pero olvidados que hacen de cada uno el miembro de un todo al mismo tiempo ya hecho y todavía por hacer. Se entiende el error que llevará a ver en el gran legislador la prefiguración del dictador de los modernos: es el fruto de la naturalización de los derechos, presupuesto constitutivo del liberalismo que Rousseau ha sido uno de los primeros en cuestionar, argumentando que incluso la República moderna, la Ciudad de los derechos humanos, necesitaba fundarse en un elemento extra-jurídico, capaz de asegurarle consistencia y duración.

El punto final del Contrato Social, la afirmación de la necesidad de una religión civil, asombra por tanto sólo aquellos que no han meditado a fondo sobre la función nodal del gran legislador para la constitución del pueblo soberano como sujeto colectivo de la política moderna. Reflexionando sobre ejemplos antiguos, Rousseau ha desenredado efectivamente el círculo vicioso del pacto, al resaltar la singularidad del discurso propio de quien se atreve a « instituir un pueblo »: no pudiendo usar ni la « fuerza » ni el « razonamiento », el gran legislador debe basarse en una « autoridad de otro orden », la que toma forma cuando relaciona su « sabiduría » con otra sabiduría, divina. Es por esta « razón sublime », la que consiste en saber como « hacer hablar a los dioses », que el gran legislador es grande: se distingue de los falsos profetas como el pueblo perdurable que genera se diferencia de las muchedumbres fugaces que aquellos suscitan. Su obra se deja entonces apreciar après coup, pues su sabiduría se aleja del « vano prestigio » de los agitadores de las masas por los vínculos duraderos que logra establecer, o mejor dicho consagrar, en el futuro anterior de su afirmación reiterada. Rousseau no tenía otros argumentos que esgrimir para cuestionar la « orgullosa filosofía » de la Ilustración: la existencia de « establecimientos duraderos », entendemos con esto las instituciones que unen a los hombres en sociedades históricas diferentes, demostraba la vigencia del mito que siempre acompaña a cada pueblo, en tanto remite su existencia a la obra inaugural de un fundador dotado de la verdadera autoridad, la que consiste en hacer germinar lo nuevo. No hay pueblo sin su legislador y por tanto sin su religión civil.

Rousseau ha sacado así a la luz las condiciones precontractuales del contrato, la dependencia olvidada que hace posible la emancipación por venir, viendo en el legislador el punto en que llegan a sintetizarse los fundamentos del pacto, por el hecho mismo de que su función consiste en trabajar el pasado para que se llegue a tener conciencia de su incidencia en la constitución del futuro. Esta otra escena, Rousseau la delimitó con precisión en el Contrato Social, al hacer descansar el orden tripartito de las leyes deliberadas y votadas - hoy se diría el derecho político, civil y penal – en una cuarta ley no escrita pues grabada en los « corazones ». Es menos de las leyes que del espíritu de las leyes que se ocupa « en secreto » el gran legislador: se trata de las « costumbres » y sobre todo de las « opiniones », las que condicionan la posición de las leyes pues forjan el espíritu mismo de los ciudadanos. Aunque no se privó de jugar a su vez el juego de la forma de gobierno en el resto del Contrato Social, Rousseau no indicó menos claramente que la « verdadera constitución del Estado » residía en otro lugar y que es precisamente en ese otro lugar – las costumbres y las opiniones - donde el gran legislador de los modernos tenía que instalarse, si quería forjar la « llave inquebrantable » que sostiene todo el edificio de un pueblo.

Es entonces hacia este otro lugar que hace falta dirigirse, si queremos comprender lo que está en juego en ese conjunto heterogéneo del cual se compone la cuarta ley, la ley inconsciente que sostiene las leyes conscientes. En las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, Rousseau se ha visto obligado a ser mucho más preciso al respecto, pues la pregunta a la que quiso contestar era bien práctica esta vez y ya no meramente especulativa. Se trataba de saber, en efecto, en qué condiciones y con cuales objetivos tenia que ser planteada la « reformación » de la « constitución » de una sociedad bien real, Polonia. La toma de distancia respecto del enfoque político-jurídico que adoptarán los revolucionarios franceses se deja percibir netamente en la intervención coyuntural de Rousseau, quien esclarece desde el primer paso lo que implica cualquier empresa de « reforma del gobierno »: es necesario ante todo « conocer a fondo » la realidad efectiva, la realidad de la « nación », para saber qué « instituciones » le convienen y establecer en qué medida la sociedad ya está lista para convertirse en un pueblo capaz de gobernarse a si mismo. En este sentido, la mirada de un « extranjero » se presentaba como particularmente propicia para identificar lo que pasaba desapercibido, por el hecho mismo de estar incorporado en las opiniones hechas costumbres y de subsistir así por debajo del umbral de la conciencia.

Rousseau puso así en práctica su concepción del legislador de los modernos, convirtiéndose en un casi-sociólogo de los polacos, capaz de orientar con sus luces el proceso de constitución del pueblo desde la realidad efectiva de la nación. En sus ojos, se trataba de despejar el terreno de la gran política, frente a la pequeña en la que se estaban perdiendo los « hacedores de leyes », los que todavía hoy llamamos políticos. Debido a que el secreto de la constitución está escrito en el corazón y no en los papeles, no eran las leyes escritas las que hacia falta definir, sino que hacia falta ocuparse de lo que hacia posible su formulación futura. Era preciso estudiar y cuidar ante todo las « instituciones ociosas », como los « juegos de niños », las que parecen improductivas en la mirada de los « hombres superficiales », porque efectivamente no sirven a nada, sino a sostener todo y hasta el todo mismo, pues « forman hábitos queridos y apegos invencibles ». La productividad política de la improductividad social, tal es el motor de esa otra « razón » que Rousseau propuso a los modernos, sin ignorar que pasaría inevitablemente por una suerte de « locura ». Es que la modernidad se había desde ya constituido en y por la negación decidida, elevada a la altura de un principio de método, de la lección de los Antiguos. La ficción del estado de naturaleza y de los derechos humanos ha provocado así el vértigo jurídico del que aún no hemos salido y que nos hace creer que una nación se hace un pueblo en y por las leyes escritas de un Estado. Una vez convertida la locura en razón, la razón misma no podía ser considerada sino como una locura.

De ahí el ridículo que condenaba de antemano los objetos que habían preocupado tanto a los grandes legisladores del pasado como a los filósofos políticos que han inaugurado la filosofía política misma. Más ilustrado que los hombres ilustrados, Rousseau ha reactivado la lección de Platón y de Aristóteles para pensar la acción de Moisés, Licurgo y Numa, hasta el punto de forjar conceptos insólitos, desubicados, inaudibles, en los que hoy reconocemos, sin embargo, el nacimiento de otra mirada, la mirada de las ciencias sociales. Rousseau puso al centro de su análisis, en efecto, lo que ya en ese entonces estaba relegado en los márgenes de la razón utilitaria, esas “instituciones dulces” que los tres grandes legisladores habían sabido trabajar en secreto, para asegurar la consistencia y persistencia de sus pueblos-naciones: juegos, deportes, fiestas, ritos, espectáculos, ceremonias, poemas, conmemoraciones, etc. La grande política se ocupa de estas prácticas regulares que el tiempo ha convertido en instituciones y cuya utilidad no salta a la vista, pero que se revelan vitales para todo cuerpo político que quiera sobre-vivir, vivir más allá de la vida, pues sólo ellas son capaces de unir los sujetos en lazos sociales duraderos, forjando lo común sin el cual no puede haber ni la idea de un bien común.

Se dirá que es lo que hoy llamamos “cultura”. La hipótesis parece tanto más justificada en cuanto en la continuación de sus Consideraciones, Rousseau llega a dar algunos consejos estratégicos a los polacos, atrapados en su lucha de resistencia frente a los rusos, en los que aparece el concepto de carácter nacional, trabajando el cual los antropólogos del siglo XX llegaran a elaborar la categoría misma de cultura:

« Ustedes no podrán evitar que los tragan, al menos no permitan que los digieran...La virtud de sus Ciudadanos, su celo patriótico, la forma particular que las instituciones nacionales pueden dar a sus almas, este es el único baluarte siempre dispuesto a defenderlo y que ningún ejército puede forzar. Si ustedes se aseguran de que un polaco nunca pueda convertirse en ruso, les digo que Rusia no subyugará a Polonia. Son las instituciones nacionales que configuran el genio, el carácter, los gustos, las costumbres de un pueblo, que lo hacen ser él mismo y no otro, las que inspiran en él ese amor ardiente por la patria fundado en hábitos imposibles de desarraigar ».

Forjar un carácter colectivo inasimilable, en el cual esta en juego la identidad misma de una nación hecha pueblo, cuidando aquellas instituciones improductivas que lo hacen ser él mismo y no otro. Esta tarea que Rousseau asignó al gran legislador de los modernos, el único que tenia derecho en sus ojos a llevar este nombre, justamente porqué no se ocupa de las leyes, sino del espíritu de las leyes, bien podría resumirse diciendo, en nuestro lenguaje actual, que consiste en trabajar en secreto la cultura del pueblo o, más exactamente, la cultura de la nación para que se haga pueblo. Solo haría falta agregar que este vasto y abigarrado universo de instituciones ociosas que sintetizamos hoy bajo el término cómodo de “cultura” se mantiene unido y tiene por tanto sentido porque esta atravesado por un mismo articulador que podemos decir “político”, a condición de ampliar el concepto de lo político para incluir mucho más e incluso totalmente otra cosa respecto de lo que se suele designar hoy hablando de “política”.

Si seguimos la enseñanza de Rousseau, el corazón vibrante de la política, el resorte mismo de ese amor ardiente por la patria, siempre tiene que ver con los hábitos que se forjan en la vida social, incluso en lo que concierne a los precarios equilibrios de poder que imperan en el escena de las relaciones internacionales: la política es política y no policía si no se ocupa solo ni tanto de las leyes, sino del espíritu de las leyes, cuya potencia se forja y se mantiene gracias a las instituciones improductivas de la sociedad, es decir en fin de cuentas de una nación. Así es como la cumbre de la política termina ubicándose en un lugar inesperado, al menos para nuestras formas habituales de ver. La referencia a los juegos infantiles nos lo revela: la gran política, la política en la que se despliega el acto por el cual un pueblo es un pueblo, es siempre una cuestión de educación, entendida como paideia, como el inestimable trabajo que permite transformar un animal extraño enamorado de si mismo en un hombre y en un ciudadano, cuyo amor se dirige a algo bien más grande y enigmático que él.

Bibliografía

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