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Editorial
Pablo María Garat
Pablo María Garat
Editorial
Prudentia Iuris, núm. 98, pp. 1-3, 2024
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires

Editorial

Editorial

Pablo María Garat pablogarat@uca.edu.ar
Pontificia Universidad Católica Argentina, Facultad de Derecho, Argentina

Prudentia Iuris
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0326-2774
ISSN-e: 2524-9525
Periodicidad: Semestral
núm. 98, 2024

Los autores conservan los derechos de autor y garantizan a PRUDENTIA IURIS el derecho exclusivo de primera publicación. Sin embargo, pueden establecer por separado acuerdos adicionales para la distribución de la versión publicada del artículo, con un reconocimiento de su publicación inicial en esta revista. El contenido se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Se permite y se anima a los autores a depositar su obra en repositorios institucionales y temáticos, redes sociales académicas, sitios webs personales y/o donde consideren pertinente de acuerdo con nuestra Política de Autoarchivo

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo

Palabras clave: Editorial , Tomás Casares.

EDITORIAL

En 1942 el Dr. Tomás Casares, uno de los fundadores de los Cursos de Cultura Católica, matriz de la UCA, escribió una pequeña gran obra: Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo[1]. Convencido de que estas reflexiones escritas hace ochenta y dos años representan de modo muy elevado la tradición de nuestra escuela de derecho natural y su fundamento en un recto entendimiento acerca de la inteligencia, su naturaleza, condición y objeto, en procura de la búsqueda, aprehensión y transmisión de la Verdad, he considerado oportuno transcribir una parte de ellas en este último editorial que me toca compartir como decano; entiendo que expresan aquello que ha orientado y guiado desde su etapa fundacional la vida académica de la Facultad de Derecho para que nuestra vocación intelectual se mantenga apoyada en los sólidos fundamentos recibidos de extraordinarios juristas como Casares, que creo estamos obligados a transmitir.

Lo que sigue, entonces, son textos destacados de esta obra ejemplar.

“El hombre es un animal que juzga: en ese atributo del juicio reside su preeminencia; señorea sobre todas las cosas creadas porque es capaz de discernir la razón por la cual y para la cual fueron creadas. Cuando el hombre entiende, cuando lee dentro de la realidad, es como si la recreara.

Las cosas entendidas adquieren una nueva especie de ser; son en la inteligencia de quien las entiende. Y es así cómo la inteligencia, capaz de llegar a ser todas las cosas en el acto de conocerlas, tiene una posesión del universo remotamente análoga a la posesión de Dios; tan remota como la imagen y semejanza son remotas con respecto a la realidad que espejan; y esto más, que el hombre, en cuanto ser creado es igual a las cosas; su señorío es real, pero lo es en el orden natural al cual él mismo pertenece. El suyo es señorío recibido; recibido de Dios, único verdadero Señor, porque su libre determinación dio el ser a todo lo que existe, y es una perpetua determinación libre de Su Providencia la que se lo conserva o se lo quita.

Esto nos pone en el camino de discernir nuestra verdadera realidad. La dignidad del hombre está en su entendimiento; pero esta realeza asentada en la facultad del juicio impone al hombre, como primer deber, ordenar su juicio.

[…]

Para que la inteligencia mantenga su jerarquía es necesario que posea autoridad de mando; la misión de la inteligencia es ordenar en la doble acepción de esta palabra: poner orden, y para ponerlo mandar con imperio. Pero el acto de mandar supone y requiere libertad; y como la inteligencia convive con el hombre, no mandará en él de veras mientras alguna facultad del hombre que sea por su naturaleza inferior a la inteligencia, o alguna actividad humana inferior a la de discernir con lucidez, reclamen del hombre una solicitud, una atención vital superior a la que le es prestada a la facultad y al acto de entender y juzgar […] Tiene la evidencia de que es hombre porque entiende, pero necesita poder entender con rigurosa libertad para entender de veras, para entender y mandar según haya entendido, y no para entender según le sea mandado por la soberanía adventicia de una pasión.

[…]

Las ideas claras, el rigor dialéctico, la precisión conceptual son cualidades primordiales en la vida de la inteligencia; son las condiciones de su éxito, la garantía de su equilibrio, los custodios de su severidad. La inteligencia requiere demostración, exige evidencia, debe poder ser juez de sus propias conquistas. En su orden propio debe bastarse y no puede ser sustituida por ninguna otra facultad de comunicación con el mundo real. La verdad ha de ser universal y necesaria, verdad para todos, siempre; siempre idéntica a sí misma, trascendiendo el tiempo y el espacio. Y una verdad semejante solo puede ser alcanzada por una facultad que la conquiste en un proceso demostrativo ceñido a principios que sean los de toda inteligencia, y que garantice su certeza mediante la luz de una evidencia objetiva, esto es, de una evidencia que luzca para todos porque provenga de la verdad misma conocida y no de la inteligencia individual que la ha conquistado.

[…]

Por la inteligencia somos imagen y semejanza de Dios, porque mediante la inteligencia lo conocemos. Y conocer a Dios, es estar Dios en nosotros y nosotros en Dios. Gracias a su iluminación le conocemos, porque iluminación de Dios es el conocimiento natural que de Él podemos obtener; y también lo es la virtud teologal de la Fe por la cual penetramos sobrenaturalmente en el secreto de su intimidad, que le plugo revelarnos. Y es estar nosotros en Dios, porque el conocimiento de Dios enciende la Caridad que es unión de amor, mediante la propia negación; un no ser en nosotros sino en Dios.

Es sin duda eminente entre todas la misión de la inteligencia, pero eminente en la humildad. Destello de Dios en nosotros, es, sin embargo, ceguera cuando intenta desentenderse de Dios. Una ceguera lúcida; ceguera para los caminos de Dios, discernimiento claro para los caminos del enemigo. La actividad intelectual de quien no busca conocer a Dios sino la manera de negarlo, es siempre una especie de odio. Y como el odio, primero ciega, después esteriliza y finalmente aniquila.

Es la consecuencia inevitable para la inteligencia que no reconoce dócilmente la dependencia necesaria de todo lo que sucede y lo que existe con respecto a la Causa Primera y el Último Fin. Y son los ‘intelectuales’ quienes la padecen más porque el oficio les obliga a tener una visión del mundo y una doctrina de la conducta; exigencias a las que no puede dar auténtica satisfacción espiritual ni el ateísmo explícito, ni ese ateísmo implícito que es el agnosticismo. Por lo cual, la inteligencia emancipada y acicateada por el orgullo –no hay peor soberbia que la de la inteligencia–, concluye arriesgando la aventura de sustituir o sustituirse a Dios.

Es la inclinación secreta de la inteligencia, el rastro del pecado original en ella. Siempre está inclinada a sustituir las jerarquías naturales por las que ella misma dicte como en ejercicio de una soberanía.

[…]

Esto explica que no pueda concebirse una intelectualidad católica con pretensiones de superioridad por el mero hecho de ser intelectualidad. El más breve destello de Caridad vale infinitamente más que el más alto discernimiento de la inteligencia. En ese destello está la evidencia inmediata de lo que la inteligencia halla solo al término de todos sus esfuerzos discursivos: nuestra menos que ínfima condición de ser los que nos somos según la palabra de Dios a Santa Catalina de Siena. Esto explica que la inteligencia, instrumento primordial de todas las rebeldías fuera del catolicismo, deba ser en él instrumento de obediencia. El reconocimiento de la Verdad trae aparejada la adhesión a la Verdad.

[…]

La vida de la inteligencia en el catolicismo es fundamentalmente una disciplina de obediencia viva. La medida de su discernimiento la hallará el intelectual católico en la medida de su obediencia. Y la medida de la obediencia se la dará el discernimiento del orden sobrenatural al cual el hombre fue llamado originariamente; para el cual nos rescató la sangre de Jesucristo, y en el cual nos mantiene y nos guía la Iglesia maternalmente. El orgullo intelectual es en el católico, no solo un pecado, sino un absurdo, es una forma de imbecilidad. La superioridad que el discernimiento intelectual enseña es la de la propia negación, la superioridad eminentísima de la Caridad, que exige la más grande subordinación de la inteligencia porque la ordena a la contemplación, y contemplar es negarse porque la contemplación es un medirse la inteligencia, según la inconmensurable inmensidad de Dios.

Si algo ha de acordársele a la vida intelectual, no es una superioridad que no tiene, sino una libertad, compatible con la sujeción que acabo de señalar; y que le es necesaria para que el orden propio de sus actividades no sea perturbado.

[…]

Para que el ejercicio de la inteligencia en esa libertad se realice sin menoscabo de la obediencia, deberá provenir de la vida interior y conducir a ella; debería ser siempre, al través de todas las modalidades posibles, conocimiento de Dios que mueva al amor de Dios: es decir que nos coloque en el centro de la vida cristiana.

[…]

La inteligencia no ha de ser tratada como un fin, sino como lo que es: un medio, un instrumento, cuya perfección consiste en adecuarse fielmente a su objeto. Porque la inteligencia descubre; no construye ni crea, ve. La función de la inteligencia en el conocimiento puro es la de poner de manifiesto la realidad recóndita. La verdad no es la obra del hombre sino la medida del hombre. Conocer no es someter lo conocido a la inteligencia que conoce, es someterse; es someter la inteligencia al ser, el cual preexiste y la trasciende, y se sobrepone a todo parecer individual. La tarea intelectual es, literalmente hablando, una disciplina, vale decir, una rigurosa sujeción.

[…]

Formación intelectual es, pues, ordenación mediata de todo conocimiento a esa contemplación sobrenatural para la cual estamos ordenados. Es disponernos para ver todo lo temporal en la perspectiva sobrenatural, que es la perspectiva de la Gracia. Digo ‘ordenación mediata’, porque el fin inmediato de los conocimientos del orden natural está en sus respectivos objetos propios, que también pertenecen al orden natural. Pero como lo natural está ordenado a lo sobrenatural –la Gracia no destruye la naturaleza sino que la eleva y perfecciona–, en todo movimiento de la inteligencia, además de su fin próximo ha de considerarse su relación mediata con el último fin del hombre, de tal manera que el ejercicio de la inteligencia sea siempre, al través de todas las modalidades posibles, conocimiento de Dios que mueva al amor de Dios.

[…]

No puede concebirse una formación católica de la inteligencia que no comience por ser pura y simplemente una recta ordenación de la inteligencia. Y el primer requisito de esto es la determinación de los distintos objetos formales del conocimiento y el reconocimiento de la relativa autonomía de cada uno de ellos. Por eso la formación intelectual católica requiere que las disciplinas del orden natural procedan con rigurosa sujeción a las exigencias naturales de la inteligencia y a sus respectivos métodos propios. Pero así como lo dicho sobre la culminación de la vida intelectual por obra de la fe no importa desconocer el modo propio y la respectiva autonomía de los conocimientos del orden natural, afirmar esa autonomía no significa asignar a esos conocimientos una independencia absoluta, como si fueran exhaustivos por sí solos. Una de sus fuerzas está, precisamente, en la conciencia de su precariedad y de todas las limitaciones que les son inherentes. Y, por eso, no obstante la fundamental distinción de objetos propios y sin perjuicio de ella, en la realidad concreta de la actividad intelectual del hombre de ciencia, que sea hombre de fe, hay un movimiento de comunicación vital entre su saber de ciencia y su saber de fe. Y no es tanto el preciso concepto de lo que podríamos llamar los derechos de la ciencia lo que salvaguarda la recordada distinción de objetos propios, cuanto la ilustración de la fe, porque no es desde abajo sino desde arriba que las jerarquías pueden ser debidamente discernidas y mantenidas.

Ahora bien, hay una como depuración de nuestra fe por el conocimiento de la doctrina; una ilustración de ella mediante la posesión de los principios dogmáticos y morales en su desnuda integridad. No se trata de una ilustración teológica propiamente dicha, sino de lograr una conciencia de la plenitud de la doctrina, de la congruencia de todos los elementos que constituyen su unidad y de la inherencia del orden natural en ella. Se trata de constituir lo que podría llamarse el sentido católico; de llegar a ver sin erudición pero con lucidez la trascendencia eminente de la doctrina profesada; de qué manera todo el orden natural le está subordinado; de qué modo y con qué luz ilumina todos los ámbitos de la realidad que nos constituye y nos rodea.

[…]

Pero no sea confundida la formación intelectual con la formación espiritual. Colocados en el punto de vista de la inteligencia hay en el proceso de la formación católica un problema que no debe ser reducido a ninguno de los otros problemas católicos de la formación personal. Plantear este problema –el de la formación católica de la inteligencia– es declarar una determinada actitud personal: la de quienes van a la vida interior, que es la vida católica por excelencia, por el camino del discernimiento especulativo. No es el camino de todos; pero aquellos para los cuales es el camino, están en el deber de dar satisfacción a su inteligencia mediante la ilustración de su fe y un ordenamiento de los conocimientos del orden natural que no pierda de vista en ningún caso la relación de dependencia en que ese orden está, en todos los casos, con respecto a lo sobrenatural. Pero esto no puede lograrse si no se vive la fe. El ejercicio de la inteligencia puede conducir a la vida interior; pero sin vida interior no hay plenitud de la inteligencia. El orden natural es distinto pero no independiente del sobrenatural. El último fin del hombre es del orden sobrenatural y a él están subordinados todos los fines que el hombre puede proponerse temporalmente. Henos, pues, ante un círculo de acciones recíprocas. La vida interior endereza a la inteligencia porque aviva la consideración del fin supremo con sujeción al cual deben ordenarse todas nuestras potencias y, primera de todas, la primera de ellas, la inteligencia. Por su parte la inteligencia, constreñida a conocer con objetividad, exalta la vida interior porque conduce a la contemplación de Dios”.

Estas profundas reflexiones del inolvidable jurista y profesor Dr. Tomás Casares tienen especial actualidad para los universitarios católicos. Fueron escritas en medio de circunstancias también azarosas en el orden nacional e internacional y del debate acerca de la naturaleza y fin de la Universidad –particularmente en torno a su identidad epistemológica– en la perspectiva católica.

Hoy como ayer se trata de lo mismo: retornar a la perspectiva trascendente de la inteligencia ordenada a su Creador y desde allí iluminar el camino para afrontar los graves problemas que padece la sociedad de los hombres –y nuestra Patria como deber de Caridad inmediato– o sufrir la deriva del subjetivismo, la dialéctica revolucionaria moderna, el nominalismo y, finalmente, el gnosticismo cientificista, que nos apartan cada vez más de la búsqueda, aprehensión y transmisión de la Verdad a lo que hemos sido llamados en tanto que universitarios católicos, desde nuestra vocación por la Justicia y el Derecho.

Pablo María Garat

Decano

Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo

Tomás Casares, Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo (Buenos Aires: Cursos de Cultura Católica, 1942).

Prudentia Iuris

Institución: Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires

Volumen:

Número: 98

Publicado: 2024

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