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CONTRA EL DIRIGISMO. REFORMA ESTATAL,PRIVATIZACIONES Y CAMBIOS FISCALES DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA SEGÚN EL RELATODE MARTÍNEZ DE HOZ
Resumen
El trabajo utiliza los libros de memorias y entrevistas de Martínez de Hoz para reconstruir las explicaciones de este con respecto a la reforma del Estado llevada a cabo durante su gestión. Para llevar adelante este objetivo el artículo se divide en cuatro partes. Una primera destinada a explicar el espíritu general con el cual se buscó realizar la reforma del Estado. Una segunda dedicada a analizar quiénes fueron las principales víctimas de dichos cambios. Una tercera que hace un análisis de la cuestión de la privatización de empresas públicas, mientras que una cuarta buscará dar cuenta de las reformas con vistas a la cuestión fiscal. Finalmente, se cierra este escrito con algunas conclusiones al respecto.
Main Text
I. Introducción
La última dictadura militar implicó grandes quiebres en la sociedad argentina. Esos quiebres van desde las pérdidas humanas y la fragmentación social producidas por el terrorismo de Estado, hasta el quiebre económico que se produjo tras el abandono del modelo industrialista y la adopción del modelo de valorización financiera. Aunque, por supuesto, existen otros quiebres significativos ligados a la guerra de Malvinas, el brutal endeudamiento, las secuelas represivas y demás. Ninguno de estos quiebres fue casualidad, sino que en gran medida muchos de ellos fueron objetivos prefigurados por parte de la elite militar a la hora de asumir el gobierno, ya que la meta final ambicionada era transformar fuertemente a la sociedad argentina. No por azar los militares llamaron a su gobierno Proceso de Reorganización Nacional.
Como es conocido, las explicaciones históricas sobre las modificaciones operadas durante la dictadura han tenido tres grandes sentidos interpretativos. Uno ligado a entenderlo como la consecuencia esperable frente al agotamiento del patrón de desarrollo industrialista (De Pablo 1984; Kosacoff 1996; Gerchunoff y Llach 2003). Una segunda que comprende los cambios no por cuestiones económicas, sino esencialmente políticas (Canitrot 1980; Basualdo 2006; Schorr 2011). Mientras que una tercera pone el énfasis en el devenir de las distintas coyunturas, entendiendo las transformaciones más como una cuestión de relaciones de fuerza y conflicto suscitadas a través de los diversos contextos dentro del gobierno militar (Schvarzer 198; Müller 2011; Pryluka 2016a). Las tres visiones relatadas, por su parte, a pesar de sus aportes, descuidan un aspecto en particular, que es análisis y correlación entre los objetivos declamados, las medidas realizadas y los resultados obtenidos, como además no necesariamente indagan la lógica con la cual intervino la gestión económica con respecto al Estado, siendo este uno de los epicentros de la política económica ejecutada.
En efecto, uno de los objetivos más significativos para lograr los quiebres y transformaciones buscadas por los militares fue modificar las pautas de funcionamiento del Estado Argentino, puesto que esto fue considerado un punto neurálgico del proyecto militar, ya que era una pieza central de los cambios que se habían propuesto realizar. No obstante esto, las ideas sobre la reforma estatal no siempre fueron tan claras al interior del elenco gobernante sobre qué significaba esa transformación, sin ser tampoco unísonos al respecto, sino que más bien fue un tema que despertó arduas disputas internas. Pues existían visiones que iban desde las posiciones más clásicamente nacionalistas y estatistas, hasta aquellas aferradas a los principios más puros y radicales del liberalismo.
La voz probablemente más ideológicamente decidida con respecto a la reforma estatal que debían llevar a cabo los militares fue la de José Alfredo Martínez de Hoz, quien fuera el ministro de Economía durante gran parte de la dictadura (1976-1981) y el civil de mayor jerarquía dentro del esquema de poder. Por lo tanto, resulta una voz fundamental para entender los objetivos, dificultades y conflictos referidos a reforma estatal realizada durante aquel período, siendo el eje de este artículo escudriñar su relato ante ello.[1]
Siguiendo este punto, vale la pena considerar la palabra de Martínez de Hoz y algunos otros miembros de su equipo económico con respecto a la reforma del Estado por tres grandes motivos. El primero es recuperar voces que poco son escuchadas. Es decir, sobre la dictadura se ha buscado prestar atención a la situación de las víctimas de la represión ilegal, combatientes de Malvinas, periodistas, familiares de desaparecidos y muchos otros grupos, sin embargo, la palabra de los principales protagonistas del período es sistemáticamente silenciada a la hora de realizar muchos análisis. En segundo lugar, el relato de Martínez de Hoz nos permitirá acceder de manera directa a las principales ambiciones e ideas de la elite dirigente y su programa. En tercer termino, con su voz podremos ser testigos de muchas de las dificultades que encontraron los miembros del equipo económico para realizar sus planes, como también de los conflictos internos dentro del grupo dirigente con respecto a cómo proceder con vistas al Estado, pues muchas veces se considera de manera monolítica al poder militar sin considerar sus tensiones y disputas.[2]
Para llevar adelante nuestro objetivo se analizarán diversos tipos de fuentes, como son las ocho entrevistas que dio Martínez de Hoz a lo largo de más treinta años luego de dejar su cargo,[3] varias notas de opinión que él escribió en la prensa,[4] algunos discursos,[5] los tres libros de memorias que publicó luego de dejar su cargo (1981; 1991; 2014), como dos libros anteriores al mismo (1961; 1967) y escritos y entrevistas de otros miembros del gobierno. Todo lo cual nos dará un corpus bastante amplio para indagar en las problemáticas planteadas. Aunque sin duda utilizar fuentes posteriores al periodo analizado no es inocuo: dichos relatos suelen ser muy permeables a deformar el pasado, ya sea para idealizarlo o para darle una coherencia que tal vez inicialmente no existió. Esto, evidentemente, es una fragilidad a considerar. En el caso de Martínez de Hoz debemos decir también, por ejemplo, con respecto a sus tres libros de memorias, estos tienen variaciones sutiles pero identificables. Así el primero tiene un carácter más formal, propio de cómo se expresaba como funcionario público, ya que fue publicado apenas dejó su cargo y contó con un prólogo de Videla. En cambio, ya su segundo libro de memorias tiene un tono más relajado y didáctico; fue escrito en 1991, momento en el cual las reformas liberales de Menem y Cavallo contaban con un gran apoyo y validación. Es notorio entonces que aquí buscó ligar su gestión económica y mostrarse como un precursor de lo que estaba ocurriendo, intentando así recobrar una legitimidad de la cual careció durante años. Ya el tercero de estos libros, publicado post mortem en 2014, se centra esencialmente en sus viajes internacionales y busca, otra vez, mostrarse como un precursor de varios fenómenos que ocurrirían después (desde la expansión del neoliberalismo en el mundo, el comercio con China o el auge de la exportación de soja). No obstante, en líneas generales, el discurso de Martínez de Hoz y de su equipo ha sido bastante homogéneo a lo largo del tiempo como, además, buscaremos analizarlos críticamente para poder contrastar varios de sus planteos.[6]
En función de todo lo planteado este trabajo se estructurará de la siguiente manera. Habrá una primera parte destinada a explicar el espíritu general con el cual se buscó realizar la reforma del Estado. Una segunda que se abocará a analizar quiénes fueron las principales víctimas de dichos cambios. Una tercera hará un análisis de la cuestión de la privatización de empresas públicas, mientras que una cuarta buscará dar cuenta de las reformas con vistas a la cuestión fiscal. Finalmente, se cerrará este escrito con algunas conclusiones al respecto.
II. Los principios de la reforma: subsidiariedad, desregulación, descentralización
Martínez de Hoz al asumir su cargo fijó un rumbo económico denodadamente liberal, con el cual buscaría llevar adelante una transformación estatal de importantes dimensiones. Como él mismo lo plantea: “El plan económico estaba basado en tres pilares: uno era la reforma del Estado. El redimensionamiento y la redefinición de las funciones del Estado que, a la sombra de un estatismo muy fuerte, desde hacía más de 30 años había crecido de sobremanera” (Tres puntos 26/09/2002). Para hacer ello en su discurso constantemente apeló a remarcar que las ideas predominantes en la postguerra en el país y en el mundo habían sido fuertemente estatistas, pero que a partir de su quehacer intentaría cambiar eso, implicando de manera muy consciente que su gestión fue un quiebre notorio con las décadas previas, en la cual la concepción de tener un Estado grande y poderoso era hasta entonces amplia en la sociedad. De allí que romper con este consenso extendido fuera una batalla que su gestión económica debiera realizar, “el programa del 2 de abril de 1976 […] debió revertir una política de creciente estatización que, con breves intervalos, rigió durante tres décadas” (Martínez de Hoz 1981, 39). Para ello, la búsqueda de la transformación del rol del Estado en la sociedad argentina se abocaría a muchos frentes, como eran redefinir sus funciones, darle una nueva organización, descentralizarlo y reducirlo, llevando adelante una fuerte batalla cultural que permitiera, en el futuro, cambiar la mentalidad estatista predominante en el país.[7]
Dentro de la concepción liberal de Martínez de Hoz el sentido de la reforma debía tener varios principios, así, según él, “El primer principio era el de subsidiariedad: el Estado no debe hacer lo que un sector como el privado hace mejor” (Tres puntos 26/09/2002). La idea de la subsidiariedad como principio-guía central que le permitiera justificar la reducción y el nuevo rol del Estado fue nombrado por él constantemente. Aunque dicho principio, en verdad, lo que buscaba era no solo ser un horizonte para su filosofía sino también una forma velada de darle legitimidad a su discurso, pues emparentó en muchas ocasiones esa concepción con las ideas católicas. Por ejemplo al decir “Esta concepción, que a mi juicio representa un enfoque equilibrado del problema, es la misma adoptada por la doctrina social de la iglesia [católica], expuesta en numerosas encíclicas y alocuciones papales y se basa en el llamado principio de la subsidiariedad” (Discurso del 02/04/1976). De esta manera, Martínez de Hoz recubría a su proyecto de un cariz cristiano y católico que podría sumarle algunos adeptos en la sociedad, siendo esto una herramienta para evitar los ataques o el nerviosismo de algunos militares, especialmente los más nacionalistas y estatistas, que también estaban fuertemente recubiertos de las ideas católicas y, por lo tanto, así deberían tolerar mejor los cambios propuestos.[8]
Desde el punto de vista esencialmente económico, los motivos que justificaban la reforma estatal según su discurso eran varios. Uno de ellos era que la dimensión estatal en la economía, supuestamente, afectaba negativamente a la producción, por lo cual era imperioso achicarla. “La reducción de costos estatales y la disminución de la participación del sector público en el producto bruto nacional son exigencias indispensables para el normal desarrollo de las actividades productivas” (Martínez de Hoz 1981, 159). En este sentido, además del tamaño, el Estado era responsable de crear problemas económicos por las trabas que en sí mismo generaba, elevando los costos a través de su burocracia e ineficiencia, lo que habilitaba aplicar un programa de desregulación económica. “Al mismo tiempo, el Estado fue el responsable del llamado ‘costo argentino’, que englobaba deficiencias y carestías de todo lo que dependía de su esfera, desde trabas de su burocracia hasta sistemas energéticos, de transporte y de comunicaciones ineficientes” (Martínez de Hoz 2014, 330). Aunque sin dudas, un elemento también varias veces invocado por Martínez de Hoz fue responsabilizar al Estado por la inflación y al exceso de gasto conllevado en sostener una estructura mayor a la debida. “Esta acción disruptora de la inflación que en la República Argentina es provocada esencialmente -aunque no únicamente- por los gastos improductivos del Estado” (Discurso del 02/04/1976).
Realizar el giro de 180 grados sobre ‘la mentalidad estatista’ no fue fácil, especialmente bajo un gobierno de las Fuerzas Armadas. Como lo cuenta Martínez de Hoz en una entrevista: “la formación militar ha sido siempre más bien estatista, vinculada a un nacionalismo mal entendido, y una gran desconfianza hacia el sector privado, que está impulsada por los ingenieros militares de Fabricaciones Militares” (entrevista de Vercesi 2008, 301). Como además, se encontraron con las resistencias típicas de llevar adelante un gran cambio como el ambicionado, pues, según Martínez de Hoz, “hay que vencer esa inercia administrativa, sobre todo mental, y eso cuesta mucho al principio” (entrevista de Vercesi 2008, 301). Es por ello mismo que, como relata el exministro, la reforma propuesta no se pudo llevar adelante según la velocidad buscada, sino de otra manera:
Si bien la reforma estatal fue auspiciada ideológicamente por ideas liberales y el llamado principio de subsidiariedad, hubo pautas muy concretas en las cuales se expresaron estas ideas. Una de las más importantes y rupturistas fue la idea de descentralización administrativa, la cual se basó esencialmente en que el Estado Nacional se desprendiera de varias de sus funciones, obligaciones y tareas para derivarlas en los estados provinciales. Así, se buscó denodadamente reducir la influencia del Estado Nacional, quitándole fuerza, capacidad y fragmentando la operatividad de la función estatal, haciendo que cada distrito subnacional resolviera ahora según su propio criterio y trasladándole desde entonces todas las tares y servicios posibles. Como Martínez de Hoz lo relata recordando aquellos años, “se transfirieron a las provincias y a la Municipalidad de Buenos Aires diversos servicios y obras públicas, tales como las escuelas primarias y establecimientos hospitalarios, sistemas energéticos, de irrigación, de distribución de gas natural y comunicaciones, puertos fluviales y obras sanitarias” (Ámbito Financiero 20/12/1985). Aplicar la descentralización fue un quiebre administrativo de la lógica estatal muy fuerte, pues hasta entonces, en realidad, la pauta operativa era la contraria: se consideraba que era el Estado Nacional quien debiera absorber las funciones provinciales, unificando y homogeneizando las distintas tareas a lo largo de todo el país. Sin embargo, ahora el criterio pasaba a ser exactamente el opuesto. La justificación de Martínez de Hoz al respecto es la siguiente:
Otro de los nuevos criterios desplegados durante la gestión económica de la dictadura fue un quiebre igual de significativo, referido al de la desregulación. Pues, hasta ese momento, la idea predominante consideraba que el Estado debía controlar y regular la mayoría de las actividades y pautas de funcionamiento de la economía y de la sociedad. Aunque, en este caso, el equipo económico no pudo avanzar todo lo que hubiera deseado, ya que se chocaron con fuertes límites por parte del poder militar. Como lo cuenta Juan Alemann, secretario de Hacienda de Martínez de Hoz, “Son estatistas [los militares]. Entonces no podíamos privatizar. Pudimos hacer algunas cosas periféricas, muy poco. Pero desregulamos muchas cosas […] Fue una cuestión económica general donde tratamos de que hubiera menos dirigismo. Darle más participación al mercado” (entrevista de Vercesi 2008, 382). Las justificaciones para realizar este nuevo quiebre son esencialmente dos. Uno es la referida a aplicar los criterios típicamente liberales del campo económico. Según Martínez de Hoz, “porque durante décadas en la República Argentina primó un criterio opuesto [a la libertad]: los individuos y sectores prosperaban más por recibir del Estado beneficios, que por su esfuerzo individual” (Martínez de Hoz 1981, 17). Hacia adelante, entonces, no podría haber más intervencionismo ni ayudas injustificadas, sino que, según el nuevo diagnóstico esgrimido, “se procuró suplantar un sistema basado en disposiciones particulares de protección sectorial o individual, necesariamente superpuestas y contradictorias, por otro régimen de reglas más generales y objetivas, con un Estado más prescindente, en que pueda desenvolverse con libertad la iniciativa individual” (Martínez de Hoz 1981, 17).
Es por ello que, entre otras cosas, los criterios para combatir la inflación no se basarían más en los acuerdos de precios y salarios como solía pasar hasta ese momento, sino en terminar con cualquier pauta intervencionista, dando “Libertad de precios, habiéndose eliminado todo sistema de control de precios o concertaciones oficiales” (Martínez de Hoz 1981, 70). Es que según las nuevas pautas que se buscaban imponer, la idea central que debía regir el cambio estructural era la de la ‘libertad’. Por eso se justificaba la desregulación máxima posible en toda la economía, apuntando a una libertad total en todas las áreas: “la libre remisión al exterior de dividendos de utilidades y regalías; la liberalización del plazo para pagar importaciones; la libertad de remitir fondos al exterior y la eliminación de la obligación de ingresar del exterior las divisas provenientes de exportaciones de bienes y servicios en ciertos casos o la ampliación de los plazos para hacerlo en otros” (Martínez de Hoz 1981, 94). Era así como el horizonte ideológico era claro para él: “la libertad como principio rector. No tener una doctrina dogmática, porque yo creo que la libertad en sí no es una doctrina dogmática, es la práctica real y el ejercicio de una forma de vivir, que es mucho más que un derecho, es una obligación. Es una forma de vivir, vivir en libertad” (Entrevista de Vercesi 2008, 290). Es curioso, de todos modos, que Martínez de Hoz y su equipo hayan puesto tanto énfasis en la idea de “libertad”, cuando justamente fueron parte de un gobierno dictatorial, que secuestraba y asesinaba personas, con miles de exiliados, prohibiciones en la prensa, campos de tortura y desaparición, y con un control total sobre la vida política, social y cultural. Como, además, que la libertad económica era relativa pues, por ejemplo, las paritarias sindicales que buscaban discutir salarios (el precio del trabajo), estuvieron sumamente controladas o prohibidas durante un gran tiempo, sin regir ningún tipo de libertad aquí (Zícari, 2023). Por lo que vemos que, si en su concepción de “luchar contra el estatismo”, significaba ampliar “la libertad”, eso no implicaba de ninguna manera la libertad obrera, sino que el único tipo de “libertad” que importaba promover era solo la del capital y la elite empresarial.
El segundo motivo que justificaba la desregulación económica era suponer que las injerencias estatales eran de por sí malas e ineficientes, lo cual generaba trabas para la economía encareciendo la productividad del país. Como lo dice Martínez de Hoz: “El Estado también tenía que contribuir a bajar costos, porque gran parte del alto costo argentino, lo que se llama el costo argentino, era producido por el mismo Estado, por ineficiencias del Estado” (Entrevista de Vercesi 2008, 330). Con ello, la idea de disminuir la estatalidad se volvía una cuestión de primer orden. Incluso, desde el ministerio de Economía habían adoptado una frase de inspiración patriótica para favorecer los cambios que estaban llevando adelante, diciendo que “Achicar el Estado es agrandar la Nación”.
Ahora bien, para poder llevar adelante la idea misma de “achicar el Estado” el objetivo debía volcarse esencialmente sobre dos víctimas para ello: los empleados públicos y el patrimonio estatal. Busquemos en el próximo apartado abordar este asunto.
III. Las víctimas de la reforma: trabajadores estatales y patrimonio público
Como señalamos en el apartado anterior, otro de los puntos centrales de la reforma estatal fue el referido a achicar su tamaño y tareas. En el cual, ya al momento de asumir, se ubicaron las dos principales víctimas de los cambios que vendrían, responsabilizados ambos como los culpables del alto nivel de gasto improductivo por parte del Estado: “en la Argentina el exceso del gasto público sobre el ingreso ha sido en su mayor parte no para hacer gastos productivos, sino para pagar gastos improductivos, o sea, salarios de la administración pública o déficit operativo de las empresas del estatales” (Discurso 02/04/1976). De aquí en adelante, entonces, trabajadores y patrimonio público comenzarían a ser un objetivo permanente a eliminar o reducir al máximo posible. Fue para eso que, según el propio relato de Martínez de Hoz, se buscó “la creación de un consenso generalizado sobre la necesidad de reducir el tamaño y las funciones del Estado” (Martínez de Hoz 1981, 53). Así, todo lo que implicara disminuir la participación del Estado o amputarle funciones era algo en sí mismo de celebrar. “Como ejemplo de realizaciones positivas concretas en esta categoría [de empresas estatales que logramos desprendernos] puede mencionarse la ley que dispuso la liquidación de la Flota Fluvial del Estado (por razones de obsolescencia y operación deficitaria) y el cierre de IME (Industrias Mecánicas del Estado) dependiente esta última de la Fuerza Aérea” (Ámbito Financiero 19/12/1985). Vale la pena también considerar el caso de los Ferrocarriles, que Martínez de Hoz en sus memorias cuenta muy orgulloso cómo logró reducir la red ferroviaria un 15%, tras pasar de los 40.000 a los 34.000 kilómetros de vías (Martínez de Hoz 1991, 62). A esto, suma otros datos: “La clausura de vías comprendió la de 42% de las estaciones. El transporte de pasajeros, que daba fuertes pérdidas fue reducido en 50% y el personal que alcanzaba a los 156.000 agentes, en 40%. Es así que en el período de 5 años, se produjo una reducción neta de alrededor de 60.000 agentes de todas las categorías, sin que se produjeran situaciones negativas en el campo gremial o social” (Ámbito Financiero 20/12/1985). Como vemos, celebra la reducción sistemática de la operativización de los ferrocarriles. No contempla mejoras, mayor eficiencia ni logros productivos, tampoco menciona el terrible costo de desconexión de pueblos, ciudades, provincias o pasajeros que ello conllevó, sino que el único indicador de éxito que rescata es el no haber tenido conflictos sociales o sindicales. Justamente, siendo el ministro de una dictadura que por haber protestado o el haber intentado llevar adelante una huelga podría haber implicado el secuestro, tortura y muerte. Aunque también, en su relato, busca que no quede olvidado todos los esfuerzos realizados para enajenar al máximo posible el patrimonio público, “cabe mencionar que se dispuso la venta de 1407 inmuebles fiscales por el Estado Nacional y que en varias Provincias se llevó a cabo una importante acción para la venta de tierras fiscales rurales” (Martínez de Hoz 1981, 53).
Sin embargo, no obstante estas enumeraciones, uno de los puntos que mayor esfuerzo le dedicó la dictadura para ‘reducir el Estado’, como no podía ser de otro modo en un gobierno que funcionó bajó una notoria premisa de revanchismo clasista, fue con respecto a los trabajadores estatales. En este caso el proceso fue lapidario con los trabajadores en general y con los empleados públicos en particular. El mismo día del golpe, el 24 de marzo de 1976, se autorizó a los poderes del Estado, gobernadores de facto y demás interventores, por ‘razones de seguridad’, a despedir y desvincular en la administración pública a personas relacionadas con ‘actividades de carácter subversivo o disociadoras’ (Ley 21.260). Apenas cinco días después de eso, con la ley 21.274, se supo en marcha un ‘régimen de prescindibilidad’ con respecto a los trabajadores estatales que eliminaba el derecho constitucional a indemnización para agentes que real o potencialmente fueran un ‘factor de perturbación’ de las actividades, aplicando una gran cantidad de cesantías, sumarios y arbitrariedades administrativas de todo tipo (ver Iramain, 2014-2015). Algo que el equipo económico no dudó en utilizar porque, como lo explica claramente Martínez de Hoz, reducir la cantidad de empleados públicos fue una meta vital de su programa:
Esta premisa de disminuir la cantidad de trabajadores fue algo que había planteado ya originariamente y de manera pública en su famoso discurso de asunción de su cargo. Allí planteó la idea de que en su gestión buscaría que “se pueda ir creando un sistema viable de transferencia del personal de funciones estatales improductivas a funciones privadas productivas” (Discurso 02/04/1976). Su argumentación se basó en decir que durante el último gobierno peronista, previo a su gestión (1973-1976), había crecido en “forma alarmante” el empleo estatal, justificándose en consecuencia: “El elevado número de personal de la administración central es, entonces, una de las graves causas del déficit presupuestario” (Discurso 02/04/1976). Por ello mismo, dirá años después de haber dejado su cargo, que durante sus años como ministro “Se intentó llevar adelante un programa de reducción y racionalización del gasto en personal. Era necesario contemplar un mejoramiento en el nivel de la remuneración de los agentes públicos y su jerarquización […] considerando el total de agentes del sector público consolidado, entre 1976 y 1980 su reducción fue del 5%” (Martínez de Hoz 1991, 32).
No obstante, la tan mentada “racionalización” de la administración central con respecto al personal, y que Martínez de Hoz exhibe como un logro el haberla logrado, en realidad esconde varios puntos. En primer lugar, es que si bien a fines de 1980, cuando estaba terminando su gestión, el número total de empleos reducidos condice con lo que él ha expresado (cerca del 5% con respecto a fines de 1974), vale igualmente señalar una gran mutación. Puesto que, según nos muestra el cuadro 1, durante sus años como ministro la administración pública nacional redujo un 10% su cantidad agentes y las empresas públicas casi un 20%, no obstante, en contraposición, las provincias subieron casi un 15% sus planteles. Es decir que, en realidad, lo que existió fue un fuerte proceso de reemplazo en las categorizaciones, producto de las políticas de descentralización antes mencionadas, en la cual empleados del gobierno central y de sus empresas pasaron a convertirse en empleados provinciales.
En segundo lugar, la caída presupuestaria en el ítem “personal” no se debió solo a la reducción de la cantidad de empleados, sino también a la caída de salarios reales que conllevó la gestión económica (Canelo 2008, 130). Igualmente, en tercer lugar, al denodado esfuerzo por combatir a los empleados públicos, reducir su número y bajarles los salarios, todo ello fue en la dirección opuesta a otra política aplicada durante la dictadura con vistas a la gestión estatal y que fue subirles los salarios a los peldaños más altos del organigrama público. Esto fue algo que Martínez de Hoz justificó de la siguiente forma:
Como vemos, los criterios eran ambiguos. Por un lado, para la gran masa de trabajadores estatales estaba el maltrato, la estigmatización, los despidos, la persecución y los bajos sueldos, mientras que, por el otro, para los sectores acomodados, hubo mejoras salariales y valoración, aplicando acciones que aumentaban las desigualdades en la distribución de ingresos y las diferencias con los sectores privilegiados (Entrevista de Vercesi 2008, 420). Sin embargo, más allá de todo lo remarcado, debemos agregar algo: Martínez de Hoz no pudo echar a todos los trabajadores que hubiera deseado, pues uno de los limites más significativos que le pusieron los militares a su gestión fue con respecto al desempleo. Algo que la gestión económica tenía estrictamente prohibido que ocurriera, pues aducían que ello podría alentar a los partidos políticos, sindicatos o a la misma guerrilla. Por ejemplo Luis García Martínez, jefe de asesores de Martínez de Hoz, comentó: “decían [los militares] que la guerrilla, si se producía el problema de desempleo y todo lo demás, iba a conseguir adeptos” (Entrevista de Vercesi 2008, 420). Juan Alemann contó lo mismo: “Cuando Martínez de Hoz asume el país estaba virtualmente en un estado de guerra interno contra el terrorismo organizado […] Los jefes militares decían entonces que no podía haber desocupación, ya que cada desocupado era un guerrillero en potencia. Esto fue una limitación para la política económica” (La Nación 24/03/1996). Como vemos, entonces, despedir masivamente empleados estatales no era tampoco una opción, sino incluso un límite.
Por supuesto, el objetivo de reducir y reformar el Estado, además de los trabajadores públicos, no podría estar completo sin las empresas públicas. Lugar que también recibió una gran cantidad de transformaciones. En este caso, los puntos que buscó llevar a cabo la gestión de Martínez de Hoz fueron muchos. Para ello, uno de los primeros pasos que se dieron, en contraposición a las ideas liberales y desregulatorias, fue crear un organismo para poder controlar a las empresas del Estado. Es decir, en su propio vocabulario, fue crear nueva burocracia, aumentar el personal estatal y el gasto. La justificación del exministro para ello fue la siguiente: “había que poner en orden para saber de qué se trataba realmente. Las principales empresas del Estado no tenían en 1976 ni inventario ni balances. Para eso creamos la Sindicatura General de Empresas Públicas [SIGEP] y obligamos por ley a presentar balances y conocer sus costos” (La Nación 29/07/1988).[9] Es que a las empresas que estaban en manos del Estado se le hizo un gran cambio en sus lógicas de funcionamiento, porque se buscó darles el trato y la operativización típicos de una empresa privada. Así, cuenta Martínez de Hoz, que:
A todo esto, se agregaron otros cambios. Entre ellos se dispuso que las empresas estatales perdieran privilegios. Así, nos dice el exministro, que “Paralelamente se sancionó una ley que eliminó las exenciones impositivas que hasta entonces las favorecían [a las empresas estatales]. De esta manera se sinceraba su costo operativo que no era en verdad conocido y permitía que en adelante este aspecto pudiese ser mejor controlado” (Ámbito Financiero 20/12/1985). Como vemos, la relación entre “saneamiento y eficiencia” se liga a un principio simple: las empresas estatales, según el criterio expuesto, deben manejarse de igual forma que una empresa privada, sin tener ningún tipo de aporte del Tesoro, subsidios o facilidades. Por lo que cualquier aspecto ineficiente, deficitario o que representara gastos superfluos, quienes administraran dichas empresas, deberían eliminarlo. La idea era obligar a estas empresas –al ya no darles asistencias del Tesoro- a equilibrar sus presupuestos, para no solo adecuar los gastos en función de los propios recursos que pudieran conseguir, sino también, en caso de no lograr los fondos suficientes, buscaran financiar sus déficits operativos en el mercado privado vía deuda, como cualquier empresa: “se tomó la decisión de eliminar en lo posible los aportes del Tesoro a las mismas, las que en principio debían obtener sus recursos de la venta de sus productos o servicios, de algunos impuestos específicos y de su acceso al mercado de crédito local e internacional” (Martínez de Hoz 1981, 44). En este punto vemos que la problemática de su utilidad social, regional, cultural, productiva o de inclinar el equilibrio de rentabilidades sectoriales que pudieran implicar las empresas públicas desaparece por completo de los objetivos o preocupaciones. Es decir, el aporte agregado en términos de valor, calidad de vida o beneficios que pudieran producir, y que no necesariamente se monetizan, ni siquiera es considerado.[10] Todo esto fue dejado de lado y se buscó al máximo lograr nuevos criterios para dichas empresas, en el que todo quedó librado al ajuste presupuestario, mientras que el crecimiento y el desarrollo del país se entregaron a las libres fuerzas del mercado, que, de no ocurrir naturalmente como se esperaba, tampoco emerge preocupación alguna.
De igual modo, con la búsqueda de la eficiencia y el saneamiento al cual, se suponía, estarían desde entonces sometidas las empresas públicas, además, se apostaba a resolver la cuestión fiscal, ya que el Estado Nacional no tendría que continuar asistiéndolas, buscando la autonomía presupuestaria de dichas empresas y la eliminación de los gastos estatales. “El déficit o necesidad de financiamiento del Presupuesto Nacional […] hace referencia a la necesidad de financiamiento [con el sector privado] de la totalidad del sector público […] método que fue introducido durante nuestra gestión” (Martínez de Hoz 1981, 40). Aquí se nota una gran desatención de la gestión, pues este planteo pareció promover que las empresas se endeudaran en el exterior para atender gastos corrientes, sin diferenciar el riesgo que implica tomar créditos en moneda extranjera de tomarlos en moneda nacional o que erogaciones de ese tipo solo deben hacerse para inversiones productivas que garantizaran posteriormente el repago de dicha deuda en divisa. La explicación de Martínez de Hoz sobre el tema es la siguiente:
No obstante, a pesar de la rápida simplificación del exministro que hace sobre el asunto, existen varios aspectos importantes que no considera. Por empezar, que las empresas públicas denostadas por él contaban con una excelente situación patrimonial y tenían valiosos activos con los cuales respaldar sus créditos, tuvieron un fácil y rápido acceso al mercado de deuda nacional como internacional, endeudándose rápidamente, aunque sin importar cuál fuera el destino de esos fondos. El problema es que la utilización de ese crédito no implicó, tal como suponía el ex ministro, el forzamiento del saneamiento, mayor eficiencia o el equilibrio presupuestario, sino solo endeudar sistemáticamente a las empresas, pues la mayoría de los interventores de las empresas públicas decidieron recurrir al crédito (algo que en ese momento era sencillo y que no ocasionaba problemas a la vista) antes que reorganizar las empresas con vistas al ordenamiento presupuestario (algo sin duda mucho más complejo, difícil y conflictivo), dejando todo exactamente igual que antes. Es decir, durante su gestión, tal vez hubo menores asistencias del Tesoro a las empresas públicas, pero el faltante de esos recursos no se solucionó por otras vías, sino que simplemente pasaron a obtenerse vía deuda y, en el largo plazo, a dejar a las empresas públicas en una situación financiera calamitosa. Es por ello que Martínez de Hoz celebra a su gestión como un éxito, midiendo únicamente la cuestión presupuestaria y las asistencias del Tesoro, sin contemplar nada más: “Mientras que al principio de 1976, 14 de estas empresas debían ser subsidiadas por el Tesoro nacional para cubrir su déficit operativo (sin contar sus inversiones), en 1978 el número de empresas en estas condiciones se habían reducido a dos: ferrocarriles y Encotel” (Ámbito Financiero 20/12/1985).
Un caso que nos puede servir de ejemplo para mostrar que el conseguir acceso a los mercados de deuda internacional no es sinónimo ni de que dicha empresa será eficiente ni que eso implique que esos fondos garantizarán solvencia posterior. Veamos lo sucedido con la empresa más importante del país, que era una empresa estatal, como era YPF:
Tal cual se desprende del propio relato de Martínez de Hoz, aunque la empresa hubiera sido la de mejor situación patrimonial del país y que vendiera un insumo clave como es el petróleo, y que incluso que dicho insumo multiplicó su valor varias veces en ese tiempo (primero con el shock petrolero de 1973 y luego con el de 1979), el haberla endeudado tan grandemente en moneda extranjera implicó un riesgo mayúsculo para la compañía. Pues las condiciones internacionales luego cambiaron, lo cual conllevó un escenario muy adverso para el repago. Además, como dijimos, no es lo mismo tomar créditos en divisa que en la moneda doméstica del país, un detalle que Martínez de Hoz parece desconocer totalmente. Incluso, que una devaluación, como la que nombra el ministro a la ocurrida en abril de 1981, algo que fue típico en la historia económica argentina, comprometería severamente el plan de negocios y la situación de la empresa. Por lo que queda claro que la política de endeudar a las empresas públicas y pensar que eso sería suficiente para optimizarlas o mejorarlas demostró ser una mera fantasía[11].
Más allá de este caso puntual, debemos decir que la mayoría de las empresas estatales comenzaron a sufrir un fuerte proceso de sobreendeudamiento, reducción de su presupuesto, pérdidas patrimoniales, menores índices de reinversión, fragmentación administrativa por la descentralización y no tuvieron mejoras en reposición y reparación de equipos. Lo que señala que la gestión de Martínez de Hoz fue pésima al respeto. Además, vale igualmente decir que las empresas públicas también terminaron deteriorando fuertemente sus finanzas ya que Martínez de Hoz no le autorizaba ajustes tarifarios frente a la alta inflación, utilizando a las empresas públicas y sus servicios, a pesar de su discurso, como un ancla antinflacionaria, erosionando con ello terriblemente su situación presupuestaria (Cepal 1990). Por su parte, a todo esto debemos agregar una situación más: muchas de las empresas estatales fueran total o parcialmente privatizadas, generando otros problemas. Algo que abordaremos en la sección siguiente.
IV. Redefinir la relación público-privado: las privatizaciones y sus conflictos
Martínez de Hoz ha expresado una certeza muy fuerte, que fue la que orientó el curso de su gestión: “Como regla general la administración por el Estado de empresas u otras actividades parecidas, nunca podrá alcanzar el nivel de la administración privada” (Ámbito Financiero 19/12/1985).[12] Esta premisa, como fácilmente se puede apreciar, no es una realidad indiscutible sino un credo ideológico. El cual, durante sus años como ministro, funcionó como principio dogmático al que en ningún momento buscó aminorar o si quiera cuestionar, sin preguntarse, por ejemplo, por qué en la Argentina y en muchas partes del mundo, si su afirmación era tan cierta, decenas o miles de compañías manejadas por el Estado lograban ser más eficientes y rentables que las del sector privado.
Sin embargo, no hubo grandes preguntas al respecto sino la puesta en marcha de una carrera fanática por privatizar todo lo que hubiera a la mano. Como lo relata el exministro, enumerando mucho de lo que logró privatizar:
Realizar todo esto es uno de los puntos que mayor orgullo le dio a Martínez de Hoz de su gestión según se desprende de sus diversos escritos y testimonios, donde considera que “El proceso de privatización que se inició a partir de 1976 revirtió una tendencia práctica y también filosófica favorable al estatismo” (Martínez de Hoz 1981, 49). Como él mismo lo explica, llevar adelante mucho de lo realizado no fue fácil. Sin embargo, logró modificar en gran medida la legislación existente, estableciendo así un marco jurídico propicio para la enajenación ágil y masiva de empresas del patrimonio estatal. Según su relato:
Las transformaciones legales fueron parte de la clave que habilitó el proceso privatizador que después analizaremos mejor. El cual le dio herramientas para que muchas empresas estatales pudieran, a través de distintos métodos y procedimientos, pasar al ámbito privado. Aunque lo que pareció ser una precondición de esto fue hacer que la mayoría de dichas empresas públicas pasaran a tener, al menos transitoriamente, un titular, interventor o comité directivo de miembros provenientes de muchas de las empresas privadas más grandes del país que se dedicaban a las respectivas áreas de actuación de cada una de esas empresas, haciendo con ello que los competidores directos pudieran tener información privilegiada o dictaminar el plan de negocios de sus rivales comerciales (Cuadro 2). Sin embargo, más allá de los importantes problemas que esto pudiera generar, la mirada oficial desestimó los conflictos de intereses o el peligro, ya sea para el Estado, sus empresas o la competitividad, pues el afán era simplemente que las empresas no sean públicas. Así, con vistas a estas compañías, según nos dice el exministro, “La mayor parte de ellas fueron transformadas en sociedades de capital para ponerlas en condiciones de accionar con la agilidad de la empresa privada, pero también con la responsabilidad de la misma. Ello servía, además, como primer paso para una futura privatización” (Martínez de Hoz 1991, 54).
Del mismo modo a como miembros del gran empresariado devinieron ellos mismos funcionarios y directivos en importantes puestos estatales, vale también resaltar que en muchos otros casos dicho devenir se realizó por personas provenientes de las principales instituciones liberales fomentadas y financiadas por las empresas del capital concentrado, tales como FIEL (Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas), CEMA (Centro de Estudios Macroeconómicos de Argentina) o la Fundación Mediterránea (cuadro 3). De este modo, se podría decir que si hasta ese momento durante los gobiernos peronistas muchos de los más importantes funcionarios tenían un origen sindical, durante la dictadura los cargos económicos quedaron en manos de empresarios, miembros de sus empresas o de los técnicos-intelectuales liberales provenientes de sus instituciones. Lo cual señala no solo el cambio de componente clasista sino también la colonización ideológica que se produjo desde la elite económica hacia el Estado.
Bajo estas premisas, el recorrido de la privatización masiva fue posible, aunque no siempre se logró, pues muchas licitaciones o ventas quedaron desiertas, impidiendo que empresas estatales pudieran ser trasladadas al sector privado. No obstante, aún eso, el tren de destruir toda premisa publica continuó igual, ya que nos informa el exministro, “A pesar de estos inconvenientes se procedió gradualmente a transferirlas al sector privado mediante el sistema de licitación pública, por venta de acciones, de los activos u otorgamiento en concesión o comodato. En caso de que no existiesen interesados se procedía a la liquidación de las empresas” (Ámbito Financiero 19/12/1985). Es decir, el proceso de enajenación se buscó que fuera implacable y, si no se lograba, directamente la empresa estatal dejaba de funcionar sin considerar el costo que ello implicara. Y no nos referimos solo al costo social, cultural, productivo, laboral o regional, sino también al económico, ya que en muchos casos, desprenderse o liquidar empresas estatales terminó implicando un costo neto negativo para el Estado: ya sea por el bajo precio de venta, los costos administrativos de realizar dichas operaciones, la cuestión inflacionaria o los planes de financiamiento que se aplicaron para ello, muchas ventas conllevaron perdidas absolutas. Como vemos, entonces, lo importante no era ni la eficiencia, la productividad o la cuestión fiscal, sino simplemente reducir o redefinir el rol del Estado en la economía y en la sociedad a costa de todo, pagando cualquier costo a cabio de ello, incluso rematar y perder el patrimonio público que hiciera falta, porque la prioridad, por sobre todas las cosas, era destruir el modelo social existente.
En los relatos se nota la desesperación por privatizar más que por aumentar el rendimiento productivo, las inversiones o mejorar la calidad del servicio. En donde Martínez de Hoz y su equipo suponen, mágicamente, que eso sucedería simplemente cuando las empresas públicas estuvieran en manos del sector privado.
El paraíso privatista que se intentó impulsar, de todos modos, tuvo muchos límites. Uno de ellos, según los protagonistas, fue por la lucha que dieron los intereses enquistados que buscaron impedir el proceso privatizador. El caso de los medios de comunicación estatales es un ejemplo narrado por el exministro sobre esto:
Otro caso similar, fue el de la explotación petrolera, especialmente la ligada al Polo Petroquímico de Bahía Blanca, ya que cuando alguna empresa estatal dependía de otro ministerio, las resistencias para la privatización eran más habituales:
Sin embargo, los verdaderos problemas fueron otros. Porque como lo narran constantemente los protagonistas que estaban a cargo de la Economía del país durante la dictadura, si hubiera sido por ellos, se habría privatizado todo lo que hubiera a mano. Por ejemplo Juan Alemann, lo expresa así: “[Con] Martínez de Hoz y su equipo éramos privatistas a ultranza. Pero no estaban dadas las condiciones para una privatización amplia” (La Nación 24/03/1996). Alemann también, en un reportaje posterior, volvería a decir lo mismo: “Nosotros no pudimos privatizar. Queríamos pero no pudimos […] Hicimos privatizaciones periféricas. Yo vendí inmuebles, hicimos cosas por el estilo […] Pudimos hacer cosas así, pero privatizaciones grandes no” (entrevista de Vercesi 2008, 382).
Esta última afirmación debe ser contemplada con todo rigor. Es que a pesar de todas las enajenaciones, ventas y liquidaciones de empresas que hemos enumerado más arriba, debemos decir que, a nivel global, todo eso representó valores relativamente bajos o moderados, pues solo catorce empresas públicas implicaban entre el 61 y el 77% del total de la actividad total estatal, ya sea medidos por nivel de ventas o de ocupación (Schvarzer 1986, 258). Asimismo, estas 14 empresas, que son entonces las más grandes y significativas, no pudieron ser privatizadas en el período de Martínez de Hoz.
Los límites para llevar a cabo su programa en este aspecto eran básicamente tres. El primero, más amplio y general, era el no contar con el suficiente consenso social, político o económico para hacerlo. La ‘revolución conservadora’ que llevaría adelante el neoliberalismo en el mundo desde la década de 1980 todavía no estaba madura durante los años iniciales de la dictadura, por lo tanto la batalla cultural en este terreno solo tuvo un avance parcial. Como lo plantea Martínez de Hoz:
La necesidad de un consenso amplio era vital entonces para sus fines, porque la falta del mismo enajenaba al equipo económico de los apoyos indispensables para aplicar sus planes, pues sin consenso habría muchas dudas sobre la irreversibilidad posterior de los cambios dispuestos. Así, surgía un segundo gran escollo: las dudas o el desinterés del sector privado por adquirir las empresas públicas a la venta. Juan Alemann lo dice de manera clara: “para un gobierno militar era difícil encontrar los compradores para sus empresas, porque estos debían temer, con toda razón, que luego un gobierno constitucional no les reconociera sus derechos” (La Nación 24/03/1996). Es que, sin beneplácito general, el anhelo privatizante resultaba realmente difícil en una situación política y jurídica tan precaria, ya que un gobierno militar se consideraba, casi por definición, transitorio, y por lo tanto sin otorgar suficientes garantías sobre lo que sucedería después, siendo que la opinión mayoritaria era contraria a la que pretendía Martínez de Hoz y su equipo. En palabras de este: “habría que incluir la filosofía política existente, es decir las fuertes corrientes dentro de la opinión pública nacional que sostenían que este tipo empresas debía ser mantenidas en manos del Estado […] La empresa privada por su parte, no parecía estar dispuesta a dar batalla en este rubro ni mostraba interés en hacerse de estas empresas, aduciendo las experiencias previas de estatización, nacionalización, expropiación o retaceo del ajuste de las tarifas” (Martínez de Hoz 1991, 53). Es que toda la experiencia previa parecía conspirar con la posibilidad de que, de cara al futuro, los grandes cambios fueran a perdurar. La historia argentina anterior era un gran ejemplo de que en un tema tan transcendente, sin un amplio apoyo, podría diluirse posteriormente todo lo dispuesto. El exministro lo dice de esta manera a poco de abandonar su cargo:
Pero si el consenso general para privatizar no existía y el sector privado, como su consecuencia, mostraba desinterés o desconfianza, el tercer problema para poder realizar el programa privatista a ultranza era el apoyo político al interior del gobierno militar. Como venimos remarcando, este sin duda fue un límite muy grande al programa de Martínez de Hoz y su equipo. La solución que encontraron frente a este gran escollo fue lo que se llamó realizar “privatizaciones periféricas”. Alemann explica esto con claridad:
El camino de la privatización parcial, gradual o periférica fue la respuesta posible frente al impedimento de la privatización total de las empresas más grandes y significativas del Estado Nacional. Lo cual fue relatado por ex ministro de la siguiente manera: “un programa que llamamos de ‘Privatización Periférica’, que significaba que, aunque esas actividad o empresas continuasen siendo propiedad del Estado, debían gradualmente ir transfiriendo la mayor parte posible de sus actividades al sector privado a través de contratos de obras y servicios” (Martínez de Hoz 1991, 53-54).[14] De alguna manera, la ‘trampa’ o vericueto de la privatización periférica quedó establecida como la modalidad de llevar adelante, aunque sea parcialmente, las ambiciones de privatizar todo aquello que estuviera vedado por el poder militar, como eran las empresas estatales de mayor tamaño e importancia. El mismo Martínez de Hoz lo narra así, siendo una fuente de orgullo, porque además, según él, sirvió para facilitarle luego el trabajo a Menem y Cavallo, junto a todo el proceso privatizador de la década de 1990 en Argentina:
Martínez de Hoz en sus diferentes intervenciones explica detalladamente cómo, bajo esta modalidad, se pudo avanzar en diferentes áreas de la economía y del patrimonio estatal como la embarcación y exportación de granos, el transporte de gas, el petróleo, vialidad, Obras Sanitarias, energía eléctrica y demás (Martínez de Hoz 1991, 65-75). Sin embargo, también detalla con cuidado dos casos muy sonoros que se vio obligado a explicar lo sucedido allí. Dado que estos dos casos implicaron ir en la dirección totalmente contraria al espíritu de su programa y su ideología, pues se trató de la estatización de empresas.
Uno de estos casos fue lo sucedido con la empresa privada Austral. La justificación del exministro con respecto a ello es que dicha empresa había quebrado y se iban a vender sus diferentes activos de manera separada, destruyendo la unidad de la compañía. De este modo, como su consecuencia, la empresa estatal Aerolíneas Argentinas se terminaría quedando con el monopolio de los vuelos de cabotaje, siendo esto lo que Martínez de Hoz buscó impedir según su relato. Su idea era sanear la empresa y luego venderla, pero sin contar con el tiempo suficiente para esto último (Martínez de Hoz 1991, 78-80).
Otro caso similar es de la Compañía de Electricidad Ítalo-Argentina (CEIA). Aquí se trataba de una empresa que, junto a la empresa estatal SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires), abastecían de electricidad al área metropolitana de Buenos Aires. La justificación de Martínez de Hoz para esta estatización fue otra: según él, el gobierno peronista previo había intentado estatizar la Ítalo, estando muy avanzado ese proceso cuando a él le tocó asumir como ministro. No obstante, la absorción de la Ítalo por parte del SEGBA, permitiría que una sola empresa proveyera un servicio de manera mucho más eficiente y racional, lo cual justificaba entonces su estatización, por una cuestión de economía de escala (Martínez de Hoz 1991, 80-81). Increíblemente, según vemos aquí, en esta operación se contradicen todas las ideas previas. Es decir, por un lado, a diferencia del caso Austral, no parece importarle que se creara un caso de monopolio, pero por otro, consideraba que la administración por parte del Estado podría ser eficiente, aún si éste absorbía al que hasta entonces era un servicio privado. Vale decir, con todo, que Martínez de Hoz en ambos casos de estatizaciones terminaron con denuncias penales y procesado, pues, había sido, antes de ser ministro, director de la Ítalo, con serias sospechas de haber realizado estafas al patrimonio público. Aunque posteriormente terminaría exonerado de las acusaciones.
V. La cuestión fiscal: impuestos, tarifas, gasto
Como no podía ser de otra manera, una verdadera y profunda reforma estatal debía abarcar el corazón mismo de la administración pública, como es la cuestión fiscal, sus fuentes de recaudación y la asignación de sus recursos. Además, como era fácilmente previsible bajo una gestión de cuño liberal, se buscaría discursivamente reducir toda forma de intervención atacando al gasto público y pretendiendo achicar el déficit presupuestario. Así, las palabras “ordenamiento”, “sinceramiento” y “equilibrio” fueron recurrentemente utilizadas cuando se trató del tema fiscal. Sin embargo, atender este punto fue algo bastante más complejo de lo que se pudiera pensar.
En este sentido, si el horizonte que se planteó la gestión de Martínez de Hoz era reducir el rol del Estado en la sociedad, una víctima esperable de ello sería, justamente, reducir el presupuesto, especialmente el nivel de gasto. No obstante, realizar esto encontraba cuatro importantes límites a la posibilidad de llevarlo a cabo. Uno de ellos tiene que ver con otra de las barreras que el poder militar le había trazado a su ministerio. Ya que, así como no podía privatizar a las grandes empresas, también tenía prohibido aplicar políticas de shock, pues los militares temían que grandes cambios, ocurridos de golpe, generaran fuertes reacciones sociales y eso sirviera de pasto a los partidos políticos, sindicatos o la guerrilla. El caso cercano en el tiempo de lo ocurrido con el llamado “Rodrigazo”, durante el gobierno peronista en julio de 1975, era un ejemplo de lo que se buscaba evitar. Por ello mismo, la pauta del programa de Martínez de Hoz, aún contra su voluntad, debió seguir un camino llamado “gradualista”. Esto mismo fue expresado por él al asumir, dejando entrever estos puntos:
Siguiendo esta línea, con respecto al recorte del gasto, además de la imposibilidad de aplicar programas de shock, se sumaba otro impedimento, referido a que las transformaciones económicas de la gestión de Martínez de Hoz (especialmente el fuerte proceso de desindustrialización que se vivió y la caída salarial) generaban permanentes tendencias a la recesión del ciclo económico. Lo cual establecía problemas. Por un lado, por el ya mencionado temor a que se generara desocupación bajo la premisa de que “cada desocupado podía ser un guerrillero” visto arriba. Como a su vez, por otro lado, como tercer escollo, frente a la casi obligación de mantener el nivel de actividad económica, se utilizaba permanente al gasto público como herramienta anticíclica. El mismo Martínez de Hoz sintetizó muy bien estos límites al decir: “Ellos [los militares] le tenían terror a la recesión” (Entrevista de Burgo 2011, 47).
El cuarto limitante con respecto al nivel de gasto público se puede resumir en el dicho “no hay que morder la mano que da de comer”. Pues Martínez de Hoz y su equipo encontraban otra dura piedra con miras al gasto público y era el gasto militar, pues eran los militares los que tenían, después de todo, el poder político y eran sus jefes. Juan Alemann relata este otro limitante así: “Nunca pudimos disminuir el exagerado gasto militar, tanto en su estructura propiamente dicha, como en el equipamiento, como en las empresas militares” (La Nación 24/03/1996). Es que los militares no solo eran sus jefes políticos, sino que también aducían permanentemente estar ‘luchando una guerra’, ya sea la llamada ‘guerra contra la subversión’, que era en buena medida la que justificaba la existencia de la dictadura, como también amenazas bélicas reales con otros países. Martínez de Hoz se expresaba al respecto:
En este sentido, se debe señalar que Martínez de Hoz utilizaba el gasto como una suerte de “factor de descompresión” frente a las presiones militares, no solo al aumentar el presupuesto castrense sistemáticamente, sino también comprando equipo militar de avanzada en el exterior o endeudando al país con miras a ello, lo cual le permitía aminorar las críticas contra su gestión y mantener contentos a los altos mandos. Aunque, de modo contrario, vale la pena señalar los problemas que podría generar tensar este punto y no gastar lo suficiente, volviéndose un auténtico peligro, no solo para la continuidad ministerial sino también para la supervivencia básica. Según el relato de Juan Alemann, que era el secretario de Hacienda, y el responsable de recaudar y asignar el presupuesto: “El gasto yo no lo podía manejar. Mire, los militares son muy gastadores” (entrevista de Vercesi 2008, 373). Así llegó a relatar que sufrió en carne propia el patoterismo, los aprietes y la falta de garantías a la vida personal que existía en la dictadura y que varios de los propios funcionarios del equipo económico llegaron a padecer por parte de los militares. La siguiente anécdota que cuenta Alemann con respecto al gobernador de facto de Tucumán, Antonio Buzzi, es muy clara al respecto:
Entonces vemos, que si bien la retórica del recorte del gasto público se mostraba casi como una obsesión y fue muy dura con respecto a los salarios de los trabajadores y de las empresas públicas, con respecto al gasto militar no fue así, sino que ocurrió todo lo contrario. De este modo, cómo el presupuesto militar aumentaba, otra de las formas de reequilibrar el gasto fue, como suele ocurrir bajo las gestiones liberales, producir aumentos permanentes en las tarifas de los servicios públicos. En tres tramos de su discurso de asunción Martínez de Hoz avisó que uno de sus objetivos sería incrementar dichas tarifas, buscando que los usuarios paguen más por los consumos de sus servicios: “se ha cometido el error de mantener extremadamente baja la tarifa correspondiente al consumo residencial”; “las tarifas insuficientes que les impiden autofinanciar una parte razonable de sus inversiones”; “se ha dispuesto acelerar el proceso de recuperación tarifaria” (Discurso del 02/04/1976).
El tener tarifas de servicios públicos bajas es un mecanismo típicamente distributivo, el cual, a su vez, suele favorecer también a los sectores productivos postulando un equilibrio de rentabilidades sectoriales a favor de la industria y de la actividad económica interna. Sin embargo, Martínez de Hoz considera un logro de su gestión el haber terminado con ello: “Erradicamos la practica nociva de las llamadas ‘tarifas políticas’, o sea su mantenimiento en un nivel bajo por razones demagógicas en supuesto beneficio del consumidor o usuario” (Martínez de Hoz 1981, 45).
Siguiendo este punto, la pauta tarifaria y la asignación de presupuesto a distintas áreas son herramientas centrales de todo Estado. Aunque sin dudas, una de las más importantes, es la recaudación impositiva. En efecto, conocer dónde, cómo y quién debe pagar los impuestos es conocer en buena medida la manera en que se piensa el sostenimiento del Estado y sus funciones, siendo este punto en el cual la gestión de Martínez de Hoz realizó también importantes modificaciones.
Recién mencionábamos los recortes en salarios, los aumentos en tarifas y el crecimiento del gasto militar. A su vez, se mencionó la predica constante por reducir el déficit fiscal. No obstante, en otra flagrante contradicción entre discurso y hechos, la gestión de Martínez de Hoz pareció no priorizar tanto el equilibrio presupuestario, pues disminuyó muchos impuestos que podrían haber colaborado con ello, lo cual señala, una vez más, el componente clasista e ideológico sobre a quiénes se buscaba beneficiar con la política económica llevada a cabo. Analicemos esto.
Ya al momento de asumir, Martínez de Hoz, como típicamente solían hacer los ministros liberales que actuaban bajo dictaduras, anunció que buscaría beneficiar al sector rural, especialmente bajándole las retenciones a las exportaciones de sus productos. Así dijo “será necesario modificar progresivamente los precios relativos agropecuarios […] disminuyendo los derechos de exportación” (Discurso del 02/04/1976). El exministro buscó justificar esto:
A su vez, también otorgó otros beneficios impositivos al campo bajo el supuesto y emblema liberal de la apertura económica, permitiendo que haya “Libertad del comercio exterior, aboliéndose el monopolio de la exportación de importantes productos como granos o carnes” (Martínez de Hoz 1991, 70). Parte de su discurso, además, se basaba en la idea de restituirle “justicia” al campo, ya que durante las décadas del dirigismo predominante siempre “el agro subsidió al consumo, a la industria y al comercio, sufriendo el consiguiente desaliento y falta de dinamismo en su desarrollo” (Martínez de Hoz 1981, 66), buscando ahora revertir todo ello.
Con respecto a otros impuestos, el clasismo fue todavía más claro. Es que, por un lado, durante la gestión económica procesista se realizó, según cuentan sus protagonistas, la “Generalización del Impuesto al Valor Agregado” (Martínez de Hoz 1981, 62), que es el impuesto que pagan todos los consumidores, castiga la actividad interna, perjudica especialmente a las clases bajas y es el impuesto inequitativo por excelencia. Esta generalización se hizo por dos motivos. Por un lado, para atar el sistema recaudatorio a los impuestos que ajustan por el nivel de precios. Pero por otro, lo que fue letal y otra reforma estructural de suma importancia, fue realizar dicha generalización del IVA para compensar el reducir y eliminar los aportes patronales para sostener el sistema de seguridad social y al FONAVI (Fondo Nacional de la Vivienda), que generaría un profundo impacto regresivo y también golpearía notablemente las arcas del Estado (Cepal 1990, 27). En cambio, a pesar de su predica fiscalista, Martínez de Hoz cuenta los impuestos que buscó quitar o logró hacerlo, que eran todos impuestos que pagaban las clases altas, sin importar el costo fiscal que ello pudiera implicar. Por ejemplo cuando cuenta que “Teníamos el propósito de eliminar el impuesto a las ganancias para las personas físicas, que tiene poca incidencia en la recaudación fiscal […] ello no resultó posible al no encontrarse una solución técnica para evitar la transferencia de ingresos de empresas a personas físicas” (Martínez de Hoz 1981, 62). Del mismo modo, explica por qué se suprimió el impuesto a la herencia, que es otro de los impuestos directos más justos y progresivos, aún sin mencionar un detalle no menor: este fue el primer impuesto eliminado por la dictadura, apenas comenzó esta y que fue (casualmente) en el momento en que el propio Martínez de Hoz debía recibir una suculenta herencia tras la muerte de su padre. Así relata esto:
Vemos en todos estos casos otra vez lo mismo, frente a las clases altas y el campo se buscó aminorar sus aportes al fisco o directamente eliminarlos, sin importar aquí sus implicancias presupuestarias. Juan Alemann, comenta que sus pasos fueron en la misma dirección: “Después eliminé el impuesto a la herencia. Además a las SRL (Sociedad de Responsabilidad Limitada) les di el mismo estatus de las Sociedades Anónimas […] Después, por ejemplo, derogué un impuesto a la renta presunta, que era una estupidez que no funcionaba. Conceptualmente era un impuesto idiota. Y nunca se pudo aplicar, lo inventaron en el 73, 74 con Gelbard” (Entrevista de Vercesi 2008, 343). El horizonte era claro entonces, la dictadura en el plano fiscal se dedicaba a favorecer a los sectores concentrados, pero agregando las cargas relativas a los sectores asalariados y de menore ingresos.
Aunque si de transformaciones impositivas estructurales se trata, una de las más significativas fue quizás la aplicación más rupturista de todas, como es el caso de la indexación de los impuestos. Es que con el régimen de muy alta inflación que inauguró el Rodrigazo en 1975 (ya con niveles de inflación anuales de tres dígitos) la cuestión fiscal se había complicado severamente, puesto que entre el momento entre imputación, pago y recepción de los impuestos pasaban varios meses. Así, dada la fuerte velocidad de los precios existente, el valor que finalmente recibiría el Estado terminaba totalmente licuado. Como lo dijo Martínez de Hoz en su discurso al asumir, “la inflación ha producido un serio desfasaje entre los valores reales de los egresos y de los ingresos al tesoro, de acuerdo con el tiempo en que se producen” (Discurso del 02/04/1976). Por eso la indexación fue la fórmula que se encontró frente a esta dinámica. La explicación de Juan Alemann sobre semejante cambio fue la siguiente:
La indexación si bien arrojaba la posibilidad de que la recaudación no se diluya vía inflación, generaba el enorme problema de consagrar la inercia inflacionaria. Lo cual terminaba por consolidar niveles de inflación definitivamente muy altos. En palabras de Alemann: “Con la indexación después indexamos todo el sistema […] y pude entonces conseguir que el sistema impositivo conviviera con una inflación del 130 al 150% anual” (entrevista de Vercesi 2008, 354). Por su parte, también Alemann fue el que explicó que utilizaban el pavor de la población frente al terrorismo de Estado y las duras políticas represivas para recaudar como arma psicológica. Es decir, así como él mismo era víctima de las presiones y extorciones militares, las cuales parecen haber puesto en riesgo su vida en varias oportunidades, luego él replicaba ese esquema para atemorizar a la población vía una guerra psicológica, buscando generar pánico y desconfianza, con el fin de incrementar lo recaudado:
Cuando se realiza el análisis agregado de los cinco años de la gestión de Martínez de Hoz (1976-1980) con respecto a la cuestión fiscal se encuentran varias sorpresas, ya que la evidencia empírica, resumida en el gráfico 1, es demoledora y señala las fuertes contradicciones entre el discurso manifestado y lo verdaderamente ocurrido.
Si la predica de los integrantes del ministerio de Economía fue permanentemente fiscalista, ubicando al saneamiento fiscal como lo más importante, obsesionándose con ordenar las cuentas, disminuir el gasto, obtener superávit y ‘aliviarle el bolsillo al contribuyente’, bajando la presión impositiva, al ver los números se observa todo lo opuesto. Por empezar, se debe decir que el nivel de gasto público no bajó durante los años de Martínez de Hoz, sino que este tuvo una tendencia alcista: era del 39% en 1975 pero pasó al casi 44% en 1980. Es decir, subió un 10%. Aquí entonces no hubo recortes sino un mayor nivel de erogaciones, lo cual señala, claramente, que el peso del Estado en la economía, a pesar de lo repetido del discurso, no disminuyó sino que creció; casi que en su propio vocabulario se los podría acusar de practicar un ‘derroche populista’ mucho mayor al realizado durante los años del peronismo (1973-1976). A su vez, con respecto a la cuestión recaudatoria, lejos de haber quitado la ‘bota del Estado’ sobre el sector privado y haber bajado la presión fiscal, ocurrió exactamente lo opuesto, pue la voracidad recaudatoria no paró de subir: si el quinquenio 1971-1975 el nivel de recaudación fiscal fue del 27,5% en relación al PBI, durante el quinquenio de Martínez de Hoz esto sería de 33,5%, es decir, un 20% mayor. Finalmente, el resultado global no arroja una mejora o saneamiento con respecto a la cuestión del déficit fiscal, que fue señalado una y otra vez como la principal meta a resolver. Los años de Martínez de Hoz arrojaron un déficit fiscal promedio de 7,5% del producto, cuando el lustro previo fue 8,10%, prácticamente lo mismo. Incluso la situación es peor, porque el promedio del quinquenio 1971-1975 contempla al año 1975, año del Rodrigazo, que al generar un estallido hiperinflacionario, licuó fuertemente los ingresos fiscales como se observa en el gráfico, arrojando como su resultado un terrible déficit fiscal de 15%, que es un número que claramente distorsiona la serie. Si se sacara ese año excepcional y se considerara el promedio de los años 1971-1974, el promedio de déficit fiscal sería de 6,5%, menor todavía que el de los años de Martínez de Hoz. Así, una vez normalizada la situación en 1977, desde entonces el déficit fiscal no pararía de aumentar.
VI. Conclusión: contra el dirigismo
A lo largo de este escrito hemos buscado abordar las principales características que asumió la reforma del Estado encarada por Martínez de Hoz y su equipo durante la última dictadura militar. Según la propuesta realizada, se buscó darles voz a los propios protagonistas del período, en la cual ellos pudieran contar sus objetivos, experiencias y conflictos, detallando las dificultades y demás vivencias halladas. Lo que nos permitió comprender y evaluar uno de los períodos más trágicos y rupturistas de nuestra historia.
Como hemos visto, la propuesta inicial de reformar el Estado era ambiciosa y profunda, la cual tenía -entre otras metas- transformar también globalmente a la sociedad argentina en línea con el proyecto refundacional que se fijó así misma la última dictadura militar. En este sentido, se buscó explicar en un primer tramo del texto los principios y la filosofía que guiaron dicha reforma estatal, tales como la subsidiariedad, la descentralización y la desregulación. Luego, hemos señalado dos de las principales víctimas del cambio propuesto, siendo estos los trabajadores estatales y el patrimonio público. En relación a esto último, se buscó también poner espacial énfasis a la cuestión privatizadora. Para, finalmente, detenernos en la cuestión fiscal, analizando los cambios en la asignación de recursos, las tarifas y los impuestos.
Tal cual se intentó mostrar, la reforma estatal fue un terreno de duras batallas y conflictos, en el cual el equipo económico desató una cruzada ideológica en la llamada “guerra contra el dirigismo”. Así, se ha señalado que a pesar del alto grado de poder y apoyo con el cual contó Martínez de Hoz y su equipo, también tuvieron importantes límites que impidieron o coartaron su obrar. Por ejemplo, la existencia de prohibiciones para que hubiera alto desempleo, aplicar políticas de shock, privatizar las empresas estatales más grandes y significativas, o las presiones y amenazas que sufrían con respecto al gasto público. Todo lo cual nos permite entender mucho mejor la interna del gobierno militar y su proyecto.
En este sentido, a partir de dichos límites también vimos que varios de los objetivos e ideas iniciales chocaron con importantes contradicciones entre lo ideado y lo realizado. Por ejemplo, el objetivo declamado de reducir el peso del empleo público contrasta con una realidad donde solo se reduce el peso del empleo público nacional, pero que el grueso de él es trasladado a las provincias y municipios por la política de descentralización; el aliento a las privatizaciones contrasta con una realidad en la que no se avanza en la privatización de las empresas públicas más importantes, sino que se avanza en privatizaciones de empresas pequeñas e insignificantes o se utiliza la estrategia de la privatización periférica, siendo que ambos fenómenos terminaron representando en muchos casos una mayor erogación de gastos estatales o, incluso, más contradictorio aun, que existieron estatizaciones de empresas privadas (como Austral y CEIA), cuya justificación es contradictoria con la idea de subsidiaridad del Estado; o también la política de reducción del gasto fiscal que chocó con medidas como el aumento del gasto militar, la jerarquización de los salarios de los cargos superiores de la administración pública o la construcción de grandes proyectos de obras públicas, la reducción de impuesto o eliminar las retenciones a las exportaciones o el impuesto a la herencia, entre otras.
Debemos considerar que si bien muchos de protagonistas del equipo económico, a pesar de los grandes cambios realizados, no se sienten satisfechos con respecto a su gestión, entendiendo que ello ha resultado, finalmente, poco. No obstante esto, Martínez de Hoz no lo siente necesariamente de este modo, aun cuando lo critican por su moderación y gradualismo, diciendo al respecto: “Yo siempre traté de explicar que en el gobierno se hace lo que se puede y no lo que se quiere, sobre todo cuando se trata de modificar estructuras” (La Nación 29/07/1988). Además, el exministro considera que, más allá de las cuestiones concretas, fue otro el punto en el cuál pudo triunfar, siendo este el de haber podido dar una batalla cultural que, según su mirada, en el largo plazo prosperó. Así entiende que “el logro más importante que se ha conseguido es el de una suerte de cambio de mentalidad, el de haberse producido un cierto consenso sobre la necesidad de reducir el tamaño del Estado, sus funciones y la esfera de sus actividades” (Ámbito Financiero 20/12/1985).
Resumen
Main Text
I. Introducción
II. Los principios de la reforma: subsidiariedad, desregulación, descentralización
III. Las víctimas de la reforma: trabajadores estatales y patrimonio público
IV. Redefinir la relación público-privado: las privatizaciones y sus conflictos
V. La cuestión fiscal: impuestos, tarifas, gasto
VI. Conclusión: contra el dirigismo