LA INDUSTRIA ACADÉMICA. LA UNIVERSIDAD BAJO EL IMPERIO DE LA TECNOCRACIA GLOBAL

 

Carlos Hoevel, Teseo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2021, 368 págs.

 

Por Hugo L. Dalbosco

 

 

Parecerá extraño incluir en una revista de ciencias políticas la reseña de un libro dedicado a debatir la idea de la universidad y confrontarla con la tendencia dominante de transformar masivamente las casas de estudio en industrias académicas. Sin embargo, no hay nada más apropiado después de la lectura de la minuciosa investigación del autor en la que detalla con precisión las características del modelo de mercado trasplantado acríticamente a las universidades.

En la idea embrionaria de la universidad el centro era la relativa autonomía que emergía de la cátedra y se acogía en el claustro conformado por los profesores y estudiantes. Aunque con muchos matices —y dicho de una forma despojada de las rigideces aparentes— el fundamento y el objetivo de la universidad fue, desde el principio, la “investigación y docencia de la verdad”, en la sintética expresión de un célebre rector-fundador argentino. En un proceso que empezó décadas atrás y se aceleró en las tres últimas, sin embargo, aquel fundamento originario ha comenzado a ser sustituido por una estructura managerial, basada en estadísticas, rendimientos, metrajes y rendiciones de cuentas formales que han desviado aquel concepto de búsqueda hacia el de logro o resultado. La tesis que el libro pretende —y consigue— demostrar es que la industria académica que ha puesto en crisis el concepto de universidad tampoco realiza aquello que ha venido a buscar porque, lejos de mejorarlas, incide negativamente sobre la docencia y la investigación, pilares de la milenaria tradición universitaria y motores del progreso social por la vía de la creación y difusión de cultura.

Los modelos universitarios basados en la raíz medieval fueron modificados y adaptados en la modernidad por las modalidades humbodltiana y napoleónica. La resistencia a las tentativas de sometimiento y la simultánea capacidad de adaptación ante los cambios sociales y económicos, les permitieron a las universidades mantener su relativa autonomía y el predominio de los criterios académicos, incluso en la sociedad de masas en buena parte del mundo. Pero desde el último tercio del siglo pasado, con el pasaje del “Estado subsidiario” al “Estado evaluador”, se fue acelerando la pérdida de independencia avalada por la universalización de un pensamiento economicista que sometió a la educación al análisis macroeconómico instalando la idea de productividad académica como indicador predominante. El paralelo proceso de globalización lo convirtió en un parámetro a partir del cual se hacen comparaciones y se activa la competencia. Sometidas a esos criterios, las figuras del profesor y el investigador fueron desplazadas por las del administrador y el gerente. La influencia del new public management y su énfasis en la performance, la rendición de cuentas y la extensión a la universidad del modelo de empresa eficiente, llevó a la adopción de herramientas homogeneizadoras como los sistemas de acreditación, de adaptación a la demanda y a los generalizados mecanismos de evaluación docente, destinados a que la universidad pueda mantener su competencia a través de la oferta de “servicios” a “clientes”. En no pocos casos, la merma de la autonomía culminó en la creación de superestructuras que subordinaron el gobierno de los claustros.

La extensión de este modelo se registra a lo largo y a lo ancho del espectro universitario, abarcando desde las más antiguas y tradicionales universidades europeas hasta las más recientes de las potencias emergentes y los países en desarrollo, América Latina incluida, pasando por las múltiples y prestigiosas universidades norteamericanas. Tal cambio no se debe sólo y exclusivamente a la extensión del modelo neoliberal hacia el manejo de las universidades; por, el contrario, es el derrumbe de la cultura la causa más profunda que posibilitó su absolutización y difusión. Desde esta perspectiva deben considerarse nuevos elementos para el análisis y, también, algunos criterios inspiradores para la “reinvención” de la universidad. Entre los primeros, confluyen el advenimiento de la “sociedad funcional” con la descomposición del humanismo. En efecto, la sociedad industrial y de consumo presentan otras exigencias sobre la universidad tradicional, por lo cual el sometimiento al modelo de mercado parece tanto una consecuencia de las presiones externas como de su incapacidad de respuesta. En este sentido, el papel rector que el pensamiento tuvo en el mundo occidental parece alejado de sus fundamentos. Un ejemplo emblemático es el más célebre acontecimiento universitario del siglo XX: Mayo del 68. Su legado resulta paradójico: la “descomposición del sujeto”, la “desintegración de la idea de verdad”, la “crítica radical a los grandes textos occidentales” y la “caída final de la filosofía como ciencia rectora de la universidad” han dejado el camino expedito para que, en términos jüngerianos, en nuestra época predominen los titanes (el poder basado en la fuerza) por sobre los dioses (el dominio del espíritu) y toda obra de la cultura quede relegada.

En este contexto, la imagen sustantiva de la universidad, construida a lo largo de los siglos, como la de un ámbito especial y casi exclusivo para el desarrollo del conocimiento, cede paso a una imagen instrumental al servicio del crecimiento y la innovación tecnociéntífica de la economía; la creación y difusión de bienes culturales es sustituida por un enorme y diversificado aparato de capacitación masiva y el modo de gobierno colegiado y de impronta académica deja su lugar al managerialismo administrativo con orientación hacia el mercado y supervisión estatal. Los arquetipos del profesor, el alumno, el decano y el investigador se ven así severamente afectados por criterios de evaluación y ponderación extrínsecos y, a la vez, de dudosa eficacia. El profesor que construye la relación con los alumnos a partir del aula y la multiplica en distintos ámbitos cualquiera sea su nivel de exigencia y estrategia pedagógica, debe responder ahora a los parámetros establecidos por las encuestas de satisfacción y sobrepasar una línea media en donde valen tanto sus conocimientos como el uso de la tecnología. Los alumnos, atrapados en la masividad y envueltos en distintas formas de anonimato, se asemejan más a los “seguidores” que alimentan las redes sociales; los decanos, otrora producto de la elección de los claustros, hacia donde dirigían su mirada, ahora no pocas veces designados verticalmente, están obligados a mirar hacia arriba, desde donde provienen las demandas de productividad y la vigilancia de los escrutinios. Algo similar pasa con el investigador, sometido a las exigencias bibliométricas y poco menos que obligado a “publicar o perecer” en revistas indexadas en las cuales es preciso satisfacer los criterios editoriales tanto como el rigor metodológico. Así, buena parte del tiempo de unos y otros se gasta en leer y ponderar papers de dudosa calidad y lejano aporte al progreso del conocimiento, pero útiles para llenar los casilleros de los formularios de evaluación periódica, instrumento primordial con que los planificadores y los managers universitarios valoran la actividad académica.

Frente a este panorama hay, sin embargo, elementos que sobreviven en la esencia universitaria. Lejos de postular una vuelta acrítica a ellos, es preciso tomar su substancia para “reinventar” la universidad aprovechando las lecciones que el escaso éxito que el modelo de la industria académica ha generado. Revivir el ideal intelectual no es otra cosa que mantener el fundamento que dio vida a las universidades, la búsqueda afanosa y cooperativa de la verdad, sabiendo que esta no es nunca reductible a un resultado. Recuperar la libertad del trabajo universitario basada en la relación personal que se da en la cátedra, el seminario y el laboratorio, con la ayuda, pero no la sustitución, de los nuevos instrumentos de tecnología educativa. Ponderar la tarea docente y de investigación con elementos de juicio no exclusivamente cuantitativos o de prestigio exigidos por los mecanismos de acreditación o contenidos en los formularios con los que se elaboran los rankings, sino con foros de discusión, intercambio y análisis de impacto. Reconquistar la autonomía poniendo en su lugar los criterios académicos elaborados por los claustros de profesores y autoridades elegidas por la comunidad universitaria por sobre los escrutinios y proyecciones de los planificadores y managers promovidos por las consultoras. Diversificar las fuentes de financiamiento para evitar la dependencia del Estado o de grupos concentrados.

Por sobre todas estas tareas, sin embargo, la más importante es la de reconstruir el puente con la tradición cultural, sin preferencias ni exclusiones políticas, etnográficas o de otro tipo. La lectura crítica y recreativa de los grandes textos clásicos de la cultura es un punto de partida para el regreso de los dioses. Integrar esa carga valorativa en una estructura dialógica interdisciplinaria aprovechando los medios tecnológicos que aseguren una amplia y universal circulación del conocimiento tal vez sea el desafío y el objetivo de una sana renovación en la tradición universitaria, suficiente para dejar atrás la pertinaz pero destructiva vigencia de la industria académica.

En suma, la obra de Hoevel resulta imprescindible por su concepción, riguroso análisis y superación de la crítica. Tal vez, a la manera orteguiana, sólo le faltaría un “epílogo para argentinos”.